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EL CONTRAPUNTO

La muerte de Anne

De cómo las concertinas competenciales atraparon entre sus cuchillas a una niña de tres años

Isabel San Sebastián

España es incapaz de proteger sus fronteras exteriores en Ceuta y Melilla, a falta de unidad, criterio y firmeza suficientes para hacer cumplir la ley, pero levanta muros interiores de estulticia burocrática que llegan a provocar muertes como la de Anne. Barreras insalvables de concertinas competenciales que atrapan entre sus cuchillas a una criatura de solo tres años de edad, hasta dejarla morir de varicela ante los ojos impotentes de su madre. Paredones de ceguera administrativa.

Anne tenía la desgracia de residir en el Condado de Treviño, un enclave en disputa entre la Comunidad Autónoma Vasca y la de Castilla y León. Era de nacionalidad española y se encontraba en territorio español cuando enfermó, lo que debería haberla hecho acreedora a una atención sanitaria de máxima calidad, que pagamos todos a escote y dispensamos generosa y gratuitamente a cualquiera que la precise, sea o no ciudadano español. En su caso, desafortunadamente, la disputa prevaleció sobre ese derecho inalienable, sobre la necesidad extrema de auxilio, sobre la lógica más elemental y hasta sobre el sentido común inherente al ser humano, hasta el punto de que la niña llegó demasiado tarde al hospital, conducida por su padre, a falta de una ambulancia medicalizada que le habría salvado la vida. Una ambulancia que se hallaba en Vitoria, a veinte kilómetros de su hogar, aunque a una distancia insalvable en esa geografía abrupta que traza el mapa autonómico.

La trágica historia de Anne, fallecida el lunes en la Puebla de Arganzón, es una parábola elocuente del desatino en el que vivimos. Un ejemplo aterrador de las consecuencias que puede llegar a alcanzar la división de un gran país en pequeñas taifas cada vez más aisladas por alambradas de legislación local y crecientemente enfrentadas entre sí. Un trasunto del «Proceso» de Kafka, extraído de la realidad y trasladado al ámbito de la salud.

Este Estado de las Autonomías elefantiásico y descontrolado en el que habitamos ha multiplicado por tres el número de funcionarios y empleados públicos a cargo del contribuyente, pero no permite que una ambulancia se desplace veinte kilómetros fuera de su «jurisdicción» para atender una urgencia grave. Este disparate político y económico, cuyos únicos beneficiarios son los que abrevan en las incontables fuentes presupuestarias surgidas de todos estos focos de poder, nació, se nos dijo, con el propósito de acercar la Administración a los administrados. Ahora resulta que una familia no puede mudarse de una comunidad a otra sin que sus hijos pierdan el curso, ante la diversidad de planes de estudios, e incluso de lenguas, vigentes en función de la autonomía; la unidad de mercado ha desaparecido, con lo que ello supone de pérdidas para la pequeña y mediana empresa, y España es una Torre de Babel en la que cuesta identificar los topónimos en el Telediario de la 1 de RTVE.

Los españoles dejamos de ser iguales hace tiempo, en la medida en que ni pagamos los mismos impuestos, ni recibimos los mismos servicios ni tenemos «de facto» los mismos derechos. Los sentimientos tribales de arraigo en una tierra o pertenencia a un «pueblo» ganan rápidamente terreno respecto a cualquier otro signo de identidad, instigados por movimientos nacionalistas de carácter reaccionario que nos retrotraen a un pasado violento. El individuo es desplazado por el clan. El territorio gana peso en detrimento de la persona. Por si alguien no se ha dado cuenta todavía, estamos perdiendo la condición de «ciudadanos» en el sentido democrático del término.

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