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MONTECASSINO

CISLEITHANIA Y TRANSLEITHANIA

Aquello que debía ser la solución al insaciable nacionalismo húngaro, fue la simiente de los odios y agravios que acabaron enterrando al Imperio

Hermann Tertsch

El 28 de junio, día de San Vito, patrón de los serbios, se cumple desde 1389 el aniversario de la batalla de Kosovo Polje, en la que los ejércitos otomanos destruyeron el reino serbio del Zar Lazar. Es un día clave en la mitología serbia y eslava en general. Aquel día, hace ahora un siglo, en 1914, el archiduque Francisco Ferdinando, heredero del anciano emperador Francisco José I, fue asesinado en Sarajevo por un nacionalista serbio, Gavrilo Princip. Fue el detonante de una guerra que devoró a muchos millones de jóvenes, dinamitó estados, culturas y el orden tradicional en toda Europa, y cambió el mundo para siempre. El joven serbio actuó por odio a Viena, movido por el nacionalismo serbio, contra el emperador germano y católico. Pero sobre todo fanatizado en el espíritu del paneslavismo, que había adquirido gran fuerza entre los jóvenes eslavos en la segunda mitad del siglo XIX en Europa central y los Balcanes. Este odio a Viena no se debía al trato recibido desde la capital del Imperio. Se debía a la opresión húngara. Y al agravio que había supuesto el privilegio otorgado por Viena a Budapest. Ni checos, ni croatas, eslovenos, eslovacos, serbios, rutenos o polacos perdonaron jamás que el Imperio otorgara a Hungría un estatus de plena soberanía interior. Hungría había conseguido ese poder en 1867 cuando se firmó el célebre «Ausgleich» (Igualamiento) que convirtió el Imperio en tan bicéfalo como el águila negra de los Habsburgo. El irredentismo húngaro no había dejado de sabotear al Imperio desde la revolución de 1848. Bajo presión de los nobles húngaros y de sus círculos en Viena, se convenció al Gobierno del emperador de que la división del Imperio en dos grandes partes autónomas sería la solución a los permanentes problemas. Serían Cisleithania, gobernada desde Viena y allende el río Leitha, la Transleithania gobernada por Budapest. Aquello que debía ser la solución al insaciable nacionalismo húngaro, fue la simiente de los odios y agravios que acabaron enterrando al Imperio.

El «Ausgleich» se había decidido con Viena muy debilitada, aun trastornada por la derrota de Austria ante Prusia en Königgrätz. Allí perdió Silesia. Y con aquellas viejas tierras del imperio también perdió el pulso por la supremacía en el espacio alemán europeo. Prusia caminó hacia el fortalecimiento de la unidad alemana bajo Bismarck, que se lograba en 1871. Austria, por el contrario, buscaba la estabilidad en la división política y administrativa en la citada bicefalia bajo la unión personal del emperador de Austria y Rey de Hungría. Fue una catástrofe. Budapest utilizó desde el primer momento su total autonomía para anular las leyes y costumbres tolerantes de Viena e imponer implacables dictados del nacionalismo magyar sobre todos los demás pueblos. Colapsaba la igualdad de derechos de todos los pueblos en el imperio que había sido sido el orgullo de los Habsburgo durante siglos. En los pueblos eslavos cuajó la convicción de que los privilegios húngaros se debían a su falta de escrúpulos en el chantaje a Viena. Pronto era el emperador el acusado de indolencia ante los sufrimientos bajo la arrogante autoridad nacionalista magyar. Y el agravio no dejó de crecer. Los intentos de la Corona en Viena por evitar los efectos perversos de aquella estructura asimétrica aceptada en 1867 fracasaron. El emperador pasó a tratar igual a quienes cumplían las leyes que a quienes la violaban, a leales y desleales. Todos pasaron así emular a los más desleales. Y las instituciones comunes, el emperador a su cabeza, se convirtieron en símbolos de injusticia. La debilidad llevó al abuso y éste al odio. La patria de todos dejó de serlo. Y al final no hubo quien la defendiera.

EL 28 de junio, día de San Vito, patrón de los serbios, se cumple desde 1389 el aniversario de la batalla de Kosovo Polje, en la que los ejércitos otomanos destruyeron el reino serbio del Zar Lazar. Es un día clave en la mitología serbia y eslava en general. Aquel día, hace ahora un siglo, en 1914, el archiduque Francisco Ferdinando, heredero del anciano emperador Francisco José I, fue asesinado en Sarajevo por un nacionalista serbio, Gavrilo Princip. Fue el detonante de una guerra que devoró a muchos millones de jóvenes, dinamitó estados, culturas y el orden tradicional en toda Europa, y cambió el mundo para siempre. El joven serbio actuó por odio a Viena, movido por el nacionalismo serbio, contra el emperador germano y católico. Pero sobre todo fanatizado en el espíritu del paneslavismo, que había adquirido gran fuerza entre los jóvenes eslavos en la segunda mitad del siglo XIX en Europa central y los Balcanes. Este odio a Viena no se debía al trato recibido desde la capital del Imperio. Se debía a la opresión húngara. Y al agravio que había supuesto el privilegio otorgado por Viena a Budapest. Ni checos, ni croatas, eslovenos, eslovacos, serbios, rutenos o polacos perdonaron jamás que el Imperio otorgara a Hungría un estatus de plena soberanía interior. Hungría había conseguido ese poder en 1867 cuando se firmó el célebre «Ausgleich» (Igualamiento) que convirtió el Imperio en tan bicéfalo como el águila negra de los Habsburgo. El irredentismo húngaro no había dejado de sabotear al Imperio desde la revolución de 1848. Bajo presión de los nobles húngaros y de sus círculos en Viena, se convenció al Gobierno del emperador de que la división del Imperio en dos grandes partes autónomas sería la solución a los permanentes problemas. Serían Cisleithania, gobernada desde Viena y allende el río Leitha, la Transleithania gobernada por Budapest. Aquello que debía ser la solución al insaciable nacionalismo húngaro, fue la simiente de los odios y agravios que acabaron enterrando al Imperio.

El «Ausgleich» se había decidido con Viena muy debilitada, aun trastornada por la derrota de Austria ante Prusia en Königgrätz. Allí perdió el pulso por la supremacía en el espacio alemán europeo. Prusia caminó hacia el fortalecimiento de la unidad alemana bajo Bismarck, que se lograba en 1871. Austria, por el contrario, buscaba la estabilidad en la división política y administrativa en la citada bicefalia bajo la unión personal del emperador de Austria y Rey de Hungría. Fue una catástrofe. Budapest utilizó desde el primer momento su total autonomía para anular las leyes y costumbres tolerantes de Viena e imponer implacables dictados del nacionalismo magyar sobre todos los demás pueblos. Colapsaba la igualdad de derechos de todos los pueblos en el imperio que había sido sido el orgullo de los Habsburgo durante siglos. En los pueblos eslavos cuajó la convicción de que los privilegios húngaros se debían a su falta de escrúpulos en el chantaje a Viena. Pronto era el emperador el acusado de indolencia ante los sufrimientos bajo la arrogante autoridad nacionalista magyar. Y el agravio no dejó de crecer. Los intentos de la Corona en Viena por evitar los efectos perversos de aquella estructura asimétrica aceptada en 1867 fracasaron. El emperador pasó a tratar igual a quienes cumplían las leyes que a quienes la violaban, a leales y desleales. Todos pasaron así emular a los más desleales. Y las instituciones comunes, el emperador a su cabeza, se convirtieron en símbolos de injusticia. La debilidad llevó al abuso y éste al odio. La patria de todos dejó de serlo. Y al final no hubo quien la defendiera.

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