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EL ÁNGULO OSCURO

Goyesca

Juan Manuel de Prada

SE nos viene encima la noche de los «Goyas», que es la ocasión que aprovechan los que no van al cine ni por recomendación del Papa para despotricar del cine autóctono, con la colaboración inestimable de los propios cineros, que esa noche les da por creerse encarnaciones clónicas de la conciencia de Occidente, utilizando como vomitorio algún ministro que ande por allí perdido. Pero yo quería comentar muy someramente las cinco películas que se disputan el premio gordo: dos se me antojan ineptas sin paliativos; las otras tres, estimables en diverso grado y por diversas razones.

Entre las ineptas se cuenta «15 años y un día», de Gracia Querejeta, un átono drama sobre un adolescente conflictivo que por momentos parece un episodio descatalogado y torpón de «El comisario»; y en el que no hay tensión dramática ni conflicto, pues el adolescente se nos muestra buenecito, al modo acaramelado de la corrección política (demostrándonos, además, que quien mata a un homofobón tiene quince años de perdón por lo menos). «La gran familia española», por su parte, parece una de esas comedias buenrollistas para burgueses pijos con síndrome de Peter Pan tan habituales en el último cine francés: envuelta en una cáscara visual muy atractiva, su trama pachanguera parasita –para despertar una reacción de emotivismo pauloviano entre su público– los momentos estelares de la final del último mundial. Por momentos, parece un publirreportaje de la «Marca España» donde se mostrase un país habitado por gentecilla zascandil, inane, desarraigada, inmadura, lloricosa y blandengue… a la que sólo une por unas horas el fútbol. ¿Real como la vida misma?

Mucho más interesante es «La herida», una película de un naturalismo descarnado que parece filmada por un tercer hermano Dardenne que se hubiese quedado traspapelado en la incubadora del hospital (aunque su verdadero director sea Fernando Franco). La protagonista, maravillosamente interpretada por Marian Álvarez, comparte algunos traumas con la pianista de Haneke, aunque Franco no incurre en el nihilismo rampante y el gusto por las aberraciones sexuales del gran pelmazo monegasco (de Baviera); sólo podemos reprocharle a «La herida» que no haya evolución dramática en la historia, que termina como empieza. Una evolución callada y sobrecogedora es la del protagonista de «Caníbal», una película que tiene el gusto de tratar un asunto escabroso sin darnos la serenata gore; su director, Manuel Martín Cuenca, parece aquí un Chabrol que se hubiese quedado a vivir en el Albaicín, un Jean-Pierre Melville que hubiese abandonado los asesinos a sueldo por sastres no menos solitarios y no menos impertérritos. «Caníbal» tiene clima, fascinación morbosa, tempo y pasmo; y es, curiosamente, una película muy española –con su perfume escondido de Buñuel y Gutiérrez Solana–, pese al exotismo tremebundo del tema (o tal vez por ello mismo).

También nos ha gustado mucho –en reñida competencia con «Caníbal»– «Vivir es fácil con los ojos cerrados», de David Trueba, una película de tono asumidamente menor, sentimental sin rebozo y sin empalago, que logra enunciar sin alharacas grandes (y pequeñas) verdades humanas, visitando los purgatorios perdidos de la adolescencia desde dentro (con la mirada absorta de los dieciséis años) y desde fuera (con la mirada añorante de los cuarenta), y todo ello envuelto en un estilo transparente y una jubilosa melancolía llena de fe, esperanza y caridad en la vida. Pero sobre la película de David Trueba ya escribimos en su día, así que no nos repetiremos.

Que haya suerte para todos (pero respetando las jerarquías artísticas, porfa).

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