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VIDAS EJEMPLARES

El invierno de Dylan

Dicen que es el artista vivo más importante y Francia lo condecora

Luis Ventoso

EL miércoles la ministra de Cultura de Francia, una escritora de 40 años de buen porte, colgó la medalla de la Legión de Honor en la solapa izquierda de la chaqueta de un engruñado Bob Dylan. Aurélie Filippetti, que debe ser fan entregada, agotó los superlativos. Entre otras flores, llamó a Dylan «poeta rebelde, inspirado por las más bellas plumas de la disidencia»; «héroe de la juventud», «encarnación de la fuerza subversiva de la cultura». El viejo Bob (72 años) escuchaba impávido, ataviado con una de sus levitas imposibles, a medio camino entre un zíngaro emperifollado y un húsar echado al kitsch. El rostro de Dylan resulta hoy una máscara hierática, inescrutable. Pero, aun así, traslucía una evidente incomodidad ante el ministerial botafumeiro. Cuando Filippetti concluyó su oda, le tocó el turno a Bob. «Me siento orgulloso y agradecido. Ya está». Siete palabras roncas mirando al techo.

La ministra de Hollande no había entendido nada. Empaquetar a Dylan, para muchos el mayor artista vivo, en la apretada etiqueta de cantautor protesta rebela un desconocimiento serio. Dylan, un judío de familia burguesa, criado en el frío y la montaña, era una esponja. Cuando se fue de casa, casi imberbe y con la única compañía de una guitarra de palo y una armónica, aprovechó su periplo errabundo para apalancarse en los sofás de casas ajenas y formarse por su cuenta. Pero elegía: deglutía las bibliotecas ajenas, de Rimbaud a Dylan Thomas, pasando por Von Klausewitz o Sun Tzu, lo que cayese. Machacaba, hasta memorizarlas, vetustas grabaciones del cancionero tradicional de discotecas de caseros y amigos. Bobby vampirizó sin rubor el legado de Woody Guthrie, ejerció de mentirómano compulsivo (especialmente con ellas), apuró la bohemia neoyorquina y buscó el calor de los folkis de la protesta, hasta convertirse en su príncipe. Pero su plan era mucho mayor: lo mezcló todo en las neuronas privilegiadas que bullían bajo sus rizos y creó un compuesto nuevo. Simplemente convirtió la canción en un género adulto. Ahora un músico podía ser también un poeta mayor. E hizo más: pronto plantó el ronroneo protesta y se tornó eléctrico, sofisticado, psicodélico, moderno.

El descubrimiento lo convirtió en un héroe para la juventud mundial, «un profeta», «un mesías». El viejo Bob ha confesado que todo aquello le daba náuseas: «Me sentía un trozo de carne arrojada a los perros». E inició el repliegue. Exageró las secuelas de un accidente de moto y se recluyó para criar a sus hijos y cultivar la vida doméstica. Viró al country. Hizo discos intencionadamente malos. Pero el gitano siempre regresa al carromato. Pronto lo llamó otra vez la carretera y volvió a derrochar talento. Luego descubrió a Jesús y en los ochenta se extravió (una década de baterías programadas y laca no podía ser la de Dylan). Cuando ya se le daba por enterrado, volvió en los 90, convertido –esta vez sí– en un profeta cavernoso, pregonero de la desolación. Hoy grazna más que canta. Lo que fue una antorcha ya es solo una vela grata. Pero sigue viendo cosas que nadie ve y ha encontrado su camino: seguir cantando cada noche hasta quedarse parado para siempre en el hotel de algún villorio, o en el escenario de algún parking perdido.

Dylan no es para ministros. Para él lo único importante es la carretera. Seguir andando. Libre. Lejos de todo despacho.

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