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CAMBIO DE GUARDIA

La batalla de Siria

Siria es, ante todo, el corredor que, a través del Líbano, conduce hasta la más frágil frontera del Cercano Oriente

Gabriel Albiac

EL peso de la batalla de al-Qusayr, enclave estratégico en el Oeste de Siria, ha recaído sobre Hezbolah. Y la vieja pregunta, que da vueltas a los analistas desde el inicio de este turbio conflicto sirio, se replantea tras del duro precio que los milicianos pro iraníes pagan para mantener en pie a un régimen desarbolado. ¿Quién hace la guerra en Siria? La respuesta ingenua, conforme a la cual la dictadura que Basher al-Assad heredó de su padre estaría promoviendo el exterminio de sus democráticos opositores, es tan bienintencionada como falsa. No hay oposición democrática en Siria. No, al menos, de una entidad que permita siquiera soñar en tomar las armas. El reparto de simpatías entre los ahora combatientes es imposible: asesinos contra asesinos. Las voces que, desde Europa, se duelen del uso de armamento químico de exterminio masivo por parte del gobierno, olvidan muy convenientemente que es ése exactamente el mismo uso que de las armas químicas están haciendo los que al gobierno se enfrentan. Criminales contra criminales.

Siria es un laberinto: territorio cuya población mayoritaria se acoge al islam sunnita; dictadura asentada sobre la hegemonía del islam chiita. Su estabilidad dependió de uno de los dictadores más crueles en una zona de grandes asesinos políticos: Haffed al-Assad, padre del actual déspota. Sobre la potencia financiera de la cabeza del islam sunnita, Arabia Saudí, se alza ahora el proyecto teocrático que guía a los guerrilleros rebeldes. Assad reposa sobre las armas que vienen de Teherán. Ni democracia ni dictadura juegan papel alguno en esto: estamos ante una guerra a muerte interna al islam, en la cual nadie juzga menos aniquilable la democracia que el otro. No puede haber piedad en esa guerra, porque en ella se juega el cierre de una cesura míticamente anclada en los orígenes del proyecto coránico. Lo que da a los combatientes su intensidad apocalíptica es el saber que, una vez aniquilada la escisión interna, podrá, al fin, lanzarse la religión de Muhamad a la conquista del mundo que Dios le ha prometido.

Siria no es sólo Siria, en esa estrategia. Siria es, ante todo, el corredor que, a través del Líbano, conduce hasta la más frágil frontera del Cercano Oriente: la que separa al Líbano de Israel. El lado libanés de esa raya es, desde hace muchos años, territorio iraní que administra una unidad de la Guardia Republicana llamada muy propiamente Hezbollah, Partido de Dios. No tiene objetivo material. Sólo teológico: borrar a Israel del mapa. El día en que Irán disponga de armamento nuclear operativo, lo usará desde esas posiciones, que tienen Jerusalén y Tel-Aviv a tiro. Los clérigos de Qom están convencidos de que borrar nuclearmente la capital israelí, convertiría al islam chiita en cabeza única e indiscutible del islam. Fuere cual fuere el precio que Irán pagase.

Pero esa posición óptima desde la cual deberán ser lanzados los misiles, sólo puede ser mantenida a través de una logística que atraviese Siria y Líbano. Es lo que ha garantizado la dictadura de al-Assad. Al precio de transformar la vieja prosperidad libanesa en un cementerio.

La operación en el norte de África, a la cual la proverbial ingenuidad europea bautizó de «primavera árabe», ha puesto por delante a los saudíes en el tablero. Irán sólo tiene ya dos bazas. Hacer de Hezbollah la guardia pretoriana del dictador, es la primera. La segunda, acelerar la puesta a punto de su bomba atómica. Eso se juega en Siria. Y no importa quien gane. Perdemos todos.

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