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Trump estrena su segundo año de mandato con una bronca política

Busca evitar el cierre del Gobierno en una reunión «in extremis» con los demócratas

La trama rusa y las legislativas de noviembre amenazan un mandato resucitado por la rebaja fiscal

Donald Trump, en la Casa Blanca
Manuel Erice Oronoz

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No hay paisaje después de la batalla. Porque la batalla sigue. Y seguirá allá donde esté Donald Trump. Es su hábitat. Como el pez necesita el agua para respirar, el presidente outsider no puede vivir sin pelea, sin barro en el que chapotear. Un año después de su estruendosa llegada a la Casa Blanca, con el exaltado mensaje de devolver el poder al pueblo y desmantelar el legado de Obama, el ruido permanece. El enfrentamiento domina Washington. Los choques políticos han llevado al Gobierno Federal al borde del cierre. Miles de mujeres vuelven a apuntar en las calles al presidente «acosador», denunciado por decenas de congresistas y señalado por inconfesables pagos para silenciar aventuras extramatrimoniales. Medio país y medio mundo condenan su desprecio a los inmigrantes. Un exitoso libro destripa innumerables intrigas de palacio en torno a un presidente de comportamientos extravagantes y obsesiones mediáticas. Los demócratas aún sueñan con que una inculpación por obstrucción a la Justicia descabalgue al enemigo que se coló en la Casa Blanca. Los republicanos, condenados a convivir con su verdugo outsider, rezan para evitar un hundimiento electoral compartido. En realidad, poco ha cambiado. Otra vez, Trump contra todos, incluidos los seis de cada diez estadounidenses que desaprueban su gestión, la peor valorada en décadas.

Sacar adelante su agenda

Y, sin embargo, Donald Trump sigue vivo . Los agoreros que contaban los días de su presidencia cuando aterrizó abruptamente en el Despacho Oval se muestran contrariados. Los escándalos seguirán persiguiendo al presidente más controvertido de la era moderna. Como su prometida limpieza el «pantano» del establishment quedará en el olvido. Pero nadie puede descartar hoy que el populista logre sacar adelante su agenda, siquiera a trompicones, al menos hasta que la investigación de la llamada trama rusa y las elecciones legislativas del midterm (medio mandato) dicten sentencia.

El desastroso arranque con que inició el mandato, con continuos sobresaltos en su entorno, frenos judiciales a su golpe contra la inmigración y un sonoro fracaso para derribar el Obamacare , ha desembocado en unos últimos meses de conquistas políticas. Aunque haya sido a palos, los republicanos parecen haberse acostumbrado a lidiar con la fiera. El presidente amenaza desde Twitter cada vez que los congresistas se desvían de sus exigencias. O bien, como hoy, se desmarca de todos sus rivales, incluidos los propios, y se asoma en el último momento para erigirse en salvador.

Con su intervención «in extremis» para evitar el cierre del Gobierno Federal, llamando al líder demócrata, Chuck Schumer, Trump intentó recuperar la imagen de componedor de pactos de la que presume el autor de «El arte del acuerdo». De nuevo, el pirómano travestido de bombero, el presidente aficionado a hacer de la política un reality show diario. El intransigente promotor del muro en la frontera con México, después de negarse en redondo a concesión alguna sobre inmigración, también para salvar a los «dreamers», ofrecía «in extremis» una salida al inútil juego de reparto de culpas que protagonizaban republicanos y demócratas en el Congreso. Mientras proseguía la cuenta atrás para el cerrojazo administrativo, que dejaría sin sueldo a millones de funcionarios, el presidente se ofrecía a suplir con su mano la cerrazón del Congreso.

Gobernar por decreto

Trump explota esa ventaja. Si su raquítica popularidad le sitúa por debajo del 40% de aceptación, la del Congreso apenas supera el 15%. El espejo de un establishment denostado por la opinión pública, al que ya derrotó en 2016. En su periódico desprecio al legislativo, Trump también utiliza con generosidad las órdenes ejecutivas , el recurso del presidente para gobernar por decreto. Sólo en su primer año, ha firmado 58, con una media anual sólo superada por Jimmy Carter, en los años 70.

Con ese ímpetu, ha logrado imponer a los republicanos su rebaja de impuestos, que no es sino la resurrección de una agenda paralizada. El anunciado retorno a Estados Unidos de Apple, con 20.000 nuevos empleos en el país y una repatriación de 38.000 millones de dólares en impuestos, encabeza una ola de inversiones domésticas de grandes empresas que llevan el inconfundible sello Trump. Su apelación al nacionalismo económico, su anunciado empeño de obligar a la industria estadounidense a volcarse con su país, empieza a generar réditos al magnate. El presidente que prometió gestionar el país «como una empresa» celebra cada día, como en una orgía económica, los continuos récords bursátiles de Wall Street y la reducción de la tasa de paro al 4,1%, la más baja desde antes de la crisis financiera.

En el reverso de la moneda, surge su decidida renuncia al libre comercio internacional , materializada con la ruptura del Acuerdo Transpacífico y con una negociación del TCL (con México y Canadá) que los expertos sitúan al borde del fracaso. Los propios republicanos temen que el aislamiento comercial y la estrategia trumpista de buscar acuerdos bilaterales generen un enorme perjuicio a largo plazo a Estados Unidos, en beneficio de China, ansiosa de llenar su vacío en el mundo.

Aunque en su disputado pulso con su partido, Trump da una de cal y otra arena. Frente a un proteccionismo alejado de sus esencias, su rápida renovación de jueces federales ha devuelto la mayoría conservadora a la Corte Suprema y a numerosos tribunales federales, en un giro ideológico que le identifica con las bases.

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