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Theresa May, la favorita: la reina de hielo derretida por la campaña

Si Thatcher fue una revolucionaria, May sería una esforzada alta burócrata

Theresa May AFP
Luis Ventoso

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Tras seis exitosos años en Interior , periodo muy largo para un cargo que en el Reino Unido quema, May era considerada universalmente eso que el argot británico denomina «un par de manos seguras», una política fiable . Trabajadora hasta lo patológico (su luz se apaga a veces a las dos de la madrugada), enormemente detallista («control-freak», para sus detractores), de personalidad firme e ideario claro . Tal era el retrato.

En los días de la coalición tories-liberales, Nick Clegg la apodaba «La Reina de Hielo». George Osborne y sus acólitos la llamaban «submarino May», porque iba a lo suyo en el gabinete y resultaba inescrutable (ella alardea de que jamás ha compadreado en las comidas conspirológicas de los cenadores de Westminster o en los bares del Parlamento). El también ministro Ken Clarke , un veterano de vuelta de todo, fue pillado a micrófono abierto definiéndola como «esa maldita mujer difícil» . May lo ha recordado estos días presentándolo como un elogio, una alusión a su reciedumbre de carácter.

Pero la campaña ha derretido a la Reina de Hielo. Sus cambios de criterio han erosionado sus pilares de firmeza , amén del error garrafal de enojar a los jubilados con el llamado «impuesto de la demencia». Su timidez y limitada agilidad dialéctica tampoco la ayudan. Cuando intenta un chiste, y en el mundo anglosajón el humor importa, siempre suena un poquito forzado.

Tras casi doce meses en el Número 10 algo ha quedado claro: Theresa Mary Brasier –su apellido de pila- no es Margaret Hilda Roberts. May no es Thatcher , con quien la compararon precipitadamente. Le falta su visión ancha («the big ideas»), su curiosidad intelectual y su aliento transformador. Si Thatcher fue a su modo una revolucionaria, May sería una valiosa y esforzada alta burócrata.

Theresa fue la hija única del vicario anglicano Hubert Brasier , vecino de la campiña de Oxfordshire, que murió en accidente de coche. Encarna a esas «clases medias aspiracionales» de la Inglaterra eterna y semi rural. Se esforzó en una escuela selectiva que daba oportunidades a chavales despejados de clases populares, una «grammar school», modelo que quiere recuperar, y llegó a Oxford. Allí estudió Geografía y encontró a su único amor, Philip. Fue en un baile del club de estudiantes tories. Los presentó un gran personaje, la futura primera ministra pakistaní Benazir Buttho, y rompieron hielo hablando de su interés común por el críquet.

Philip, un simpático ejecutivo de fondos de la City, y Theresa llevan 37 años casados . No pudieron tener hijos, pero su matrimonio es un éxito. Él pasa por ser la única persona de la que realmente se fía (amén del Rasputín que la tiene un poco abducida, su jefe de gabinete Nick Timothy, a la baja por su mala idea del «impuesto de la demencia»).

May encarna un conservadurismo clásico y menos altivo que el de los patricios Cameron y Osborne, chicos bien a los que en realidad detestaba (nada más llegar al poder barrió todo el cameronismo). Ella es menos liberal y más intervencionista . Se le llena la boca con un discurso de justicia social y meritocracia, que por ahora no refrenda con hechos. Euroescéptica, hizo campaña a regañadientes por el Remain por sentido de disciplina para con Cameron. Tampoco es una eurófoba. Ponderada, en realidad suspira por un buen acuerdo con la UE.

Alta, delgada, de osamenta fina. Le gustan sus piernas y le desagrada su nariz. Diabética tipo 1, se inyecta insulina cuatro veces al día . Le chiflan los zapatos vistosos, muchos de Russell & Brombley, y la ropa cara. Es de misa dominical en la Iglesia de Inglaterra y le gusta cocinar y caminar. A diferencia de Corbyn sí sabe lo que es trabajar fuera de la política: fue empleada del Banco de Inglaterra . Sus gustos culturales son sencillos. En vacaciones se entretiene con Donna Leon y Somerset Maugham. También se ha leído todo Harry Potter. En música, Mozart, Purcell y también Abba. Un día en una radio le preguntaron cuál sería su regalo ideal: una suscripción de por vida ¡a la revista «Vogue»! La vieja Maggie seguramente habría citado las obras completas de Popper. Así se escribe el declive británico.

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