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La gran evasión norcoreana: diez mil kilómetros en muletas y sin una mano

Ji Seong-ho desertó del paraíso inventado de la Corea del Norte de Kim Jong-il con una pierna y una mano amputados. Ahora lucha por ayudar a otros refugiados desde Corea del Sur

Manifestantes arsgan una bandera de Corea del Norte en una manifestación en Seúl este lunes REUTERS

JAVIER ANSORENA

Uno lee la historia de Ji Seong-ho y la sucesión de desgracias y tragedias que tejen su vida parecen una broma macabra, tan inventada como la Arcadia en la que pretende vivir el régimen comunista de Corea del Norte. Después el joven entra en una sala de la New School, en la calle 12 de Manhattan, en una conferencia organizada por Human Rights Foundation, y se hace verdad en forma de carne, hueso e implantes. Sus quebrantos son todavía difíciles de comprender en un mundo tan alejado de de la pesadilla norcoreana de represión, pobreza y propaganda.

Ji no detalla la vulneración de derechos humanos en su país, ni repasa la agonía económica del régimen, ni critica la pasividad china o rusa. Le basta con contar su historia.

«Yo nací en un país en el que se dice a la gente que es el paraíso en la tierra», arranca Ji, que tiene como uno de sus primeros recuerdos los pupitres vacíos de los compañeros de clase que morían de hambre. Ji todavía era un niño cuando Corea del Norte sufrió el gran periodo de hambruna, entre 1994 y 1998, desatado por la caída del apoyo soviético con la desintegración de la URSS y una serie de inundaciones y sequías. Murieron cientos de miles de personas, y entre ellas, una muy cercana a Ji. «Vi a mi abuela morir de hambre delante de mis ojos», dice con tono monótono, con una expresión inalterable, mirando al fondo de la sala, que no cambia mientras espera que el traductor transmita sus palabras. «Tuve que dedicarme a robar carbón para alimentar a mi familia», retoma.

A los 14 años, mientras trataba de distraer este mineral de un tren en marcha, saltando de un vagón al otro, se desvaneció y cayó a las vías. Un tren pasó por encima de su cuerpo. «Me operaron durante horas sin anestesia. Todo el mundo creía que iba a morir, creo que fue un milagro», asegura. Perdió una pierna y una mano. Ahora se ayuda de dos extremidades ortopédicas y deja claro que no pretende ocultar su tragedia. De su nuevo implante en la mano, que ha sido financiado hace poco por una organización colombiana, cuelga un reloj brillante, que contrasta con el color pálido de la prótesis.

Cuenta Ji que una vez cruzó la frontera con China para buscar comida y que, a la vuelta, le sorprendió la policía norcoreana en la frontera. «Me torturaron por traer arroz a mi familia. Me quitaron las muletas, me dieron una paliza mientras trataba de mantener el equilibrio», recuerda. La razón por la que la tortura fue más brutal de lo habitual fue que, al ser un lisiado, era «una vergüenza» para Corea del Norte.

Fue entonces cuando Ji se convenció de que debía abandonar su país. Su madre y su hermana lo hicieron en 2004. Él emprendió su viaje, con muletas, en 2006, con la compañía de su hermano. Cruzaron el río Tumen en abril de ese año, pero pronto se separaron porque Ji no quería ser un lastre en la huida de su familiar.

Su padre fue el único que quedó en Corea del Norte. Él era un convencido de la revolución norcoreana hasta la paliza que se llevó su hijo cuando trató de encontrar comida en China. «Cuando trató de escapar, fue arrestado y asesinado», dice Ji.

Con una pierna, una mano y muletas, el joven emprendió una odisea de casi diez mil kilómetros, en la que atravesó China, Laos, Birmania y Tailandia hasta volar, por fin, a Corea del Sur. Contó con la ayuda de redes establecidas para ayudas a los refugiados y grupos religiosos, pero fue una travesía repleta de rigores. La parte más dura fue atravesar a pie la jungla en Laos, solo, con la única ayuda de sus muletas. «Mi piel se desgarraba, sangraba de la axila, era muy doloroso. Había momentos en los que me desvanecía de puro cansancio», recuerda.

Trabaja por la reunificación

Ahora dedica su vida a ayudar a otros desertores -por ejemplo, buscando recursos para aquellos varados en China- y a trabajar por la reunificación de las dos Coreas. Transmite su mensaje a sus compatriotas norcoreanos a través de dos emisores de radio. La familia que le queda está en Corea del Sur y no puede ser objeto de represalias. «Sé que las autoridades de mi pueblo me han insultado por lo que hago», dice.

Sobre el papel de la comunidad internacional en colaborar en su causa, solo pide que EE.UU. «endurezca las sanciones económicas» al régimen de Kim Jong-un y que Naciones Unidas continúe en su investigación de las violaciones a los derechos humanos.

Sonríe con timidez al acabar su exposición y se lanza a mirar su teléfono -surcoreano, Samsung-, que sujeta entre dos dedos de su mano ortopédica. Asegura ser un afortunado por la vida que tiene ahora, pero hay un deje incómodo en la percepción que Corea del Sur tiene sobre los desertores norcoreanos: «Desde el punto de vista del Gobierno, el sistema para integrar a los desertores es magnífico. Pero la sociedad puede hacer mucho más para dar la bienvenida a sus hermanos y hermanas del Norte».

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