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«Aquí no existe el pánico», así viví desde el corazón de la URSS la catástrofe de Chernobil

El hoy redactor jefe de Internacional de ABC, entonces joven reportero en Moscú, recuerda aquellos días de plomo. El miedo y la opacidad de las autoridades siguieron a un accidente que reveló las grietas que carcomían el edificio soviético

Un grupo de trabajadores enviados a la emergencia de Chernobil luce un cartel con el lema «Debemos cumplir el objetivo del gobierno» Reuters

ALBERTO SOTILLO

Parecía que alguien se había vuelto loco en Tass, la agencia oficial de noticias soviética. Durante aquel 26 de abril de 1986 era como si no hubiera más noticia en el mundo que el relato de todos los accidentes nucleares sufridos por Estados Unidos. Nunca había imaginado que el amigo americano hubiese estado tantas veces al borde del apocalipsis. Al mismo tiempo, desde Suecia se alertaba de una subida dramática de los niveles de radiactividad sobre su territorio. Cuánto más subían los niveles de radiactividad en Suecia, más abundaba la agencia Tass en informarnos del accidente nuclear en la isla norteamericana Tres Millas y otras catástrofes del capitalismo. Solo después de unas tres horas de documentarnos sobre el supuesto penoso estado de la industria nuclear estadounidense, un teletipo de una sola línea de Tass informaba de que «un incidente ha ocurrido en la central de Chernobil». Naturalmente, fueron suecos y norteamericanos los que nos tuvieron que decir que Chernobil era una central nuclear ucraniana, no muy lejos de Bielorrusia.

Aquella noche el «Bremia», el telediario de las 21.00 horas, el principal informativo de la televisión soviética, emitió un reportaje desde Pripiat , una pequeña ciudad del norte de Ucrania, en la frontera con Bielorrusia, en el que -sin decir por qué- se nos daba cuenta de la regalada vida de la que disfrutaban aquellos privilegiados ciudadanos. Un habitante de la ciudad enseñaba a la cámara el colosal pez que había pescado muy poco antes en el río Pripiat, el mismo que pasa junto a la central nuclear. El reportaje concluía con un mensaje: «En Pripiat, en toda la próspera región de Chernobil, no existe el pánico». Ni una palabra de que la central nuclear había estallado y una inmensa nube de veneno nuclear comenzaba a extenderse por la zona. A nadie se le había ocurrido avisar a aquel infeliz pescador de que el pez que había atrapado era una bomba tóxica. Ni a él ni a los cientos de miles de personas que vivían en la región. Los medios de información soviéticos tardaron más de dos días en alerta a la población. Cuando lo hicieron, las primeras palabras del locutor del «Bremia» fueron: «En Chernobil, en Pripiat, no existe el pánico». Nadie, tampoco, había previsto la evacuación de la población, ni siquiera informar de la gravedad de aquella explosión. Mientras la central escupía toneladas de humo radiactivo que se extendían por toda Europa, el único mensaje a la gente era el de que «aquí nadie tiene miedo».

Ningún periodista occidental fue autorizado a viajar a Chernobil hasta ocho o nueve años después de la catástrofe. En 1986 había que pedir un permiso especial para viajar fuera de Moscú y, obviamente, nadie podía ni soñar con acercarse a menos de cientos de kilómetros de una central nuclear o de cualquier instalación que la URSS considerase de «alta seguridad». La colonia de occidentales en Moscú sabía que algo muy grave había ocurrido, pero tampoco había una información muy precisa de nada. Algunos europeos creyeron que lo más seguro era alejarse de Moscú cuanto antes y tomaron un avión hacia sus hogares, hacia occidente, sin reparar en que el viento soplaba precisamente en aquella dirección. No sabían que estaban volando en medio de la nube radiactiva de Chernobil.

El balance oficial de víctimas fue de 31 muertos. Pero nunca se sabrá cuántos de aquellos cientos de miles de personas estaban siendo envenenadas mientras durante semanas se les repetía que no cundiera el pánico ni se moviera nadie de donde estaba. Más de un mes tardó en ser evacuada la población de la zona. El entonces líder soviético, Mijail Gorbachov , nunca fue un político muy sagaz y previsor. Pero sí un hombre de paz, un buen tipo que creía sinceramente que el comunismo se podía reformar para hacer habitable aquel experimento. Recién llegado al poder, tardó en reaccionar. Cuando al fin fue consciente de la gravedad del desastre y del inmenso daño que el silencio oficial y la resistencia a reconocer la catástrofe habían provocado, adoptó su primera gran consigna de cambio. Fue entonces cuando vino la histórica directriz política de la «glasnost» (transparencia).

La «glasnost» no tenía nada que ver con la libertad de información, pero suponía el reconocimiento de que la opacidad imperante hasta entonces no había sido solo una actitud ridícula, sino también criminal. Aquello fue la ventana por la que, poco a poco, se fue colando el informe cotidiano que destapó que la ineficacia, la corrupción y un inmenso absurdo corroían las bases del sistema. Aunque avanzaba muy poco a poco, la «glasnost acabó siendo un instrumento que escapó al control de su propio creador. Ya en el ocaso del régimen, hacia 1990, se distribuyó en los pujantes circuitos contraculturales del país un documental que mostraba terneros de dos cabezas, fetos monstruosos, enfermedades inimaginables en los animales expuestos a la radiación de Chernobil. Imposible no imaginar qué habría ocurrido con los paisanos de aquel hombre al que se le felicitaba por pescar una hermosa perca en el río Pripiat el mismo día de la explosión nuclear.

En Moscú nadie se enteró

En Moscú tampoco nadie se dio por enterado. Pocos días después del accidente, miles de obreros fueron acarreados desde su fábrica a la Plaza Roja para celebrar el gran desfile del Uno de Mayo. El resto de la población disfrutó de un soleado día de fiesta, bebió como solía y dio unos cuantos hurras a los fuegos artificiales con los que se cerró la celebración.

En realidad la nube tóxica no había pasado por Moscú, pero por si acaso en mi casa intentamos ser cuidadosos. Durante meses fregamos las verduras en agua hirviente y basamos nuestra dieta en alimentos occidentales -preferentemente enlatados- que comprábamos en las tiendas exclusivas para quienes teníamos dólares. El agua ni la probábamos. Entonces éramos jóvenes y recuerdo que, durante unos meses, mi mujer y yo tuvimos como principal base de nuestra dieta los botes de cerveza danesa que comprábamos al por mayor. Teníamos miedo de la lluvia, porque no se sabía de dónde venían las nubes. Y nos recogíamos en casa en cuanto comprobábamos que el viento soplaba con fuerza. Así, durante cuatro o cinco meses.

Los bomberos que acudieron de urgencia a la central sabían que iban a morir, como lo sabían los aviadores que durante meses estuvieron arrojando sacos de arena a la central para enterrarla antes de comenzar a construir el sarcófago que aislaría a la bestia del mundo exterior. Ninguno de ellos dio media vuelta ni se quejó de su suerte. En las catástrofes, los rusos se crecen.

Lo que sí terminaron sabiendo todos los soviéticos, rusos o no, es que la explosión de Chernobil fue debida a un experimento en el que se desactivaron todos los mecanismos automáticos de seguridad. Las alarmas advertían de que el reactor estaban siendo erroneamente manipulado. Pero, como el experimento tenía que seguir adelante a toda costa, se desconectaron también las alarmas y se siguió trasteando manualmente el reactor. Hasta que la chapuza acabó en una apocalíptica explosión que, por poco, arrasa media Europa. La metáfora perfecta de lo que era la Unión Soviética. Aquel fue el principio del fin de aquel desgraciado monstruo histórico.

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