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Donde no llega la ayuda humanitaria

Los habitantes de Kumpur-Bhajang, una aldea entre montañas, han pasado muchos días sin ser socorridos

Donde no llega la ayuda humanitaria FOTO: pablo m. díez / VÍDEO: JOFRE JUANFRAN

pablo m. díez

Dicen los lugareños que en dos horas a pie se llega a Kumpur-Bhajang, una aldea en la cima de la montaña, a más de 1.500 metros de altitud, en el distrito de Dhading, uno de los más castigados por el terremoto de Nepal. A este corresponsal le llevó cinco horas, y eso que solo cargaba la cámara de fotos y un paraguas para protegerme del intenso sol cenital que caía a plomo. Nada que ver con los sacos con varios kilos de comida que acarreaban sobre la cabeza y a sus espaldas Bal Bahadhur Nepali y su familia. Junto a su hijo, su nuera y su nieta, este campesino de 62 años tostado por el sol baja hasta la ciudad de Gajuri porque la ayuda humanitaria no ha llegado aún a su pueblo, aislado a unos 15 kilómetros en la montaña.

«Nos hemos enterado de que el Hospital Oftalmológico de Tilganga, en Katmandú, iba a repartir paquetes con dos kilos de arroz, tres bolsas de «noodles» (tallarines instantáneos) y medio kilo de azúcar y hemos ido a recogerlos porque todavía no ha aparecido por aquí ningún helicóptero lanzando víveres», explica Bal Bahadhur durante un alto en el camino. Mientras él lleva cuatro kilos en su bolsa, su hijo, de 34 años, transporta 15 y su nuera y su nieta, de solo doce, nueve cada una. Fatigados por el esfuerzo, resuellan bajo una sombra en el camino de cabras que conduce hasta Kumpur-Bhajang, que atraviesa campos de cultivo estratificados en terrazas al modo oriental, frondosos bosques de pinos y riachuelos con el agua cristalina que baja de la montaña. En el escarpado trayecto pasamos junto a chozas de adobe y madera derribadas por el seísmo, cuyos moradores se han cobijado bajo lonas de plástico con los pucheros y mantas que pudieron salvar de entre los escombros.

A medida que nos acercamos a la cumbre, la pendiente se hace cada vez más empinada, de hasta un 70 por ciento, y no se pueden dar 20 pasos seguidos sin que a uno se le salga el corazón por la boca. Como si fuera una pesadilla que deja sin aliento y abate el ánimo, una nueva cuesta aguarda cuando parece que llegamos a terreno plano. Pero Bal Bahadhur y sus parientes siguen a buen ritmo acostumbrados a recorrer cada día varios kilómetros para ir de un lado a otro, que es lo normal aquí. Cargando cestas de bambú con hasta 50 kilos de tomates y pepinos, los porteadores bajan hasta el mercado de la ciudad mientras los padres mandan a sus hijos a por agua a la fuente con cántaros de metal.

Casas de mantequilla

Al final del sendero, en el que nos hemos dejado el alma y las ganas de hacer «trekking» para el resto de nuestra vida, Kumpur-Bhajang corona la cima de la montaña, desde la que se divisa un valle atrapado entre cordilleras que se superponen en el horizonte. De las 140 casas de esta polvorienta aldea, donde viven unas 1.500 personas, 60 se vinieron abajo con el terremoto . Sus primitivas construcciones, casi todas de piedra, adobe y madera, se desplomaron como si fueran un castillo de naipes. Afortunadamente, la mayoría de sus habitantes estaban trabajando en el campo cuando tuvo lugar el terremoto, a eso del mediodía, y apenas causó víctimas mortales.

«Desde entonces, nadie ha venido por aquí ni nos ha traído ayuda humanitaria», se queja Fhulmaya Ghale, una mujer de 50 años que perdió el hogar que ha habitado media vida y ahora comparte una lona con el resto de su numerosa familia, compuesta por una patulea de hijos, hermanas y sobrinos. «Para comer, solo tenemos un poco de arroz que hemos salvado de los escombros», se lamenta entre los cascotes mientras las vacas y cabras pasan a duras penas por un abrupto sendero con muros de piedra.

Además de dejarles sin hogar, el seísmo le arrebató buena parte de su modo de vida a los vecinos de Kumpur-Bhajang al derribar los establos donde pacían sus vacas y búfalos, ya que su economía de subsistencia depende de la agricultura y la ganadería.

«Por favor, tome fotos de nuestras casas destruidas para que el mundo conozca esta catástrofe y recibamos algo de ayuda», implora Dilmeya Ghale, una mujer de 30 años que también ha perdido su hogar. Al atardecer, cuando el sol rojizo desciende sobre las montañas, aparece un equipo de médicos extranjeros a bordo de un jeep para atender a los heridos. Por fin.

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