Los paramilitares colombianos usaron hornos crematorios

Pero como en la vida al final todo se sabe, en un histórico fallo de 2.200 páginas que salió a la luz el pasado noviembre, Salvatore Mancuso –uno de los once líderes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC, hoy desmovilizadas)– confesó que en ocho de las 32 provincias colombianas se cometieron bajo su mandato 94 masacres, 975 desapariciones forzosas, 140 asesinatos . Desde Estados Unidos, donde está extraditado junto a once cabecillas más, habló incluso de 150 niños de hasta 9 años que fueron reclutados por las AUC para matar, quemar, cortar cabezas a todo aquel que fuera colaborador de la guerrilla. Fueron 8.518 víctimas, confesó Mancuso, quien pretende que le rebajen una condena de más de 40 años. No importa si mató a miles. Lo que quiere es quedar libre.

Sin embargo, entre tanto número y tanto testimonio cruel, una cifra se quedó en la memoria de los jueces para siempre: de los casi mil cuerpos que los paramilitares –por orden de Mancuso– hicieron desaparecer es «improbable que, al menos, sean recuperados 560», confesaron. La razón es sencilla: un 25% de las víctimas fueron enterradas en fosas clandestinas. Un 6% fueron incineradas.

Ahora se sabe, por ejemplo, que ése fue el final de Luis Giovanny Lizcano, un campesino que desapareció en Villa del Rosario (Norte de Santander) el 3 de diciembre de 2000. Se lo llevaron los paramilitares en una camioneta blanca. Diez años después, el exjefe paramilitar Jorge Iván Laverde Zapata confesó a la esposa de Lizcano lo siguiente: «En Juan Frío teníamos hornos en donde echábamos los cadáveres».

¿Juan Frío? Armando Rafael Mejía Guerra, alias «Hernán», dio todos los detalles en un amplio reportaje que publicó la revista «Semana» . Dijo que Juan Frío quedaba a orillas del río Táchira (frontera con Venezuela). Los hornos los construyó en 2002 frente a un viejo trapiche (molino para extraer jugo de algunos frutos) abandonado. Los hizo de ladrillo porque resistían el carbón mineral que servía, no sólo para atizar la hoguera, sino los cadáveres. «Fue un avance en estos asuntos de hacer desaparecer», diría fríamente. «Antes quemábamos los restos de las víctimas con llantas de vehículos, ahí, en cualquier lugar, sin fogones ni procedimientos previos, con los neumáticos consumiendo las pieles». Era rápido. De las víctimas no quedaba nada y ellos quedaban libres de sospechas porque en las fosas comunes los cadáveres eran identificables mientras que las cenizas no. Por cenizas no había condena. Por huesos, sí.

«Hernán» contó, por ejemplo, cómo durante cuatro meses, a finales de 2001, desenterraron las osamentas de unas 70 personas y las llevaron a los hornos. «Yo no miraba porque eso es duro, eso de incinerar y hacer desaparecer gente», contó a la Fiscalía. Como en cualquier organización jerárquica, dijo que lo hizo por cumplir órdenes. Después de que las llamas carbonizaran lo que había, se echaban baldes de agua al horno y hacían desaparecer las cenizas. «¿Y los restos que no se incineraban, como la mandíbula, los dientes o las prótesis?», interrogó la Fiscalía. «Se quemaba todo. Doctor, a eso se le echaban un balde o tres de agua y eso se volvía nada», contestó escueto. Lo dejaron de hacer por una razón sencilla: alguno de sus comandantes se enteró de que estos hornos estaban tipificados en la Justicia internacional y que podía haber condenas.

Así, en los hornos murieron, por ejemplo, un niño de 14 años cuyo cuerpo quedó en cenizas porque, supuestamente, había extorsionado a una profesora. También murieron tres jóvenes que un sábado cualquiera estaban tomando cerveza y fueron acusados de «guerrilleros» por Arbeláez, un comandante encargado que reemplazaba los fines de semana a «Hernán» en la macabra travesía de convertir humanos en polvo.