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El odio histórico entre China y Japón, tras el frío saludo de Xi Jinping a Shinzo Abe

Más que la disputa por las islas Senkaku, las atrocidades niponas durante la ocupación de China en la guerra alimentan la rivalidad entre ambos países

El odio histórico entre China y Japón, tras el frío saludo de Xi Jinping a Shinzo Abe afp

PABLO M. díez

Detrás del gélido saludo que el presidente de China, Xi Jinping, dispensó el lunes al primer ministro de Japón, Shinzo Abe, hay mucho más que una disputa por unos islotes deshabitados pero supuestamente ricos en recursos submarinos. Aunque las relaciones entre ambos países estaban rotas desde hace años porque Pekín le reclama a Tokio el archipiélago de las Senkaku (Diaoyu, en mandarín), la rivalidad histórica subyace bajo el forzado apretón de los dos mandatarios durante la cumbre del foro de Cooperación Económica de Asia y Pacífico (APEC).

Convenientemente recordadas por la propaganda del régimen, en China aún siguen abiertas las heridas que dejó la ocupación imperial nipona hace ya ocho décadas. En 1931, el Ejército japonés comenzó la invasión de Manchuria, al noreste de China, tras un atentado contra una línea de ferrocarril gestionada entonces por una compañía nipona. Aunque el «Incidente de Mukden» fue preparado por los propios soldados japoneses, el imperio del Sol Naciente aprovechó la excusa para empezar una sangrienta invasión que se prolongó hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Además de la humillación sufrida, esos catorce años dejaron atroces capítulos como la masacre de Nanjing, en la que murieron unas 300.000 personas, la prostitución de 200.000 «mujeres del consuelo» como esclavas sexuales del Ejército nipón o los experimentos biológicos con cobayas humanas que, al más puro estilo nazi, llevó a cabo la Unidad 731 en Harbin.

Desde que acabó la contienda con el lanzamiento de sendas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, la actitud que ha mantenido Japón ha sido muy distinta a la del otro gran derrotado, Alemania, que ha liderado la unión de Europa para redimirse por su pasado. En Asia, sin embargo, tanto China como Corea del Sur no se acaban de creer las formalistas disculpas que, de forma tan automática como poco convincente, los distintos Gobiernos nipones han repetido, literalmente palabra por palabra, durante los últimos años.

Ofensas entre naciones

A este orgullo típicamente japonés se suman los habituales desaires que suelen airar a sus vecinos, como las periódicas peregrinaciones de políticos y ministros, incluido el propio Abe en diciembre del año pasado, al santuario sintoísta de Yasukuni. Enclavado entre el Palacio Imperial de Tokio y el Museo Militar de Yushukan, allí se veneran las almas de los 2,5 millones de soldados nipones caídos en acto de servicio desde la restauración de la dinastía imperial Meiji (1866-69) hasta el final de la Segunda Guerra Mundial (1939-45). Entre ellos figuran más de un millar de criminales de guerra –14 de primer clase– ajusticiados por los Aliados al término del conflicto. En 1978, todos ellos fueron incluidos de forma secreta en el Registro de Almas de Yasukuni. Por ello, cada visita de los parlamentarios y ministros japoneses, como el expremier Koizumi, suponen una grave ofensa para las naciones que más sufrieron la ocupación nipona, como China y Corea, donde se calcula que murieron entre 20 y 30 millones de personas.

Uno de los capítulos más brutales ocurrió en Nanjing. Durante el asalto a la ciudad, que comenzó el 13 de diciembre y se prolongó seis semanas, perecieron al menos 150.000 personas, según el Tribunal Internacional de Tokio que juzgó a los criminales de guerra nipones. Las autoridades chinas elevan dicha cifra hasta las 300.000 personas. En cualquier caso, en dicha ciudad se desató una auténtica orgía de sangre y destrucción debidamente documentada en el estremecedor libro «The rape of Nanking», de Iris Chang.

Las imágenes de la época que recupera el documental «Nanking», dirigido por Bill Guttentag y Dan Sturman, muestran matanzas indiscriminadas perpetradas de las más atroces maneras: a bayonetazos, quemando vivos a los prisioneros o en masivas ejecuciones sumarias con ametralladoras a orillas del río Yangtsé y en la falda del monte Mufu que se cobraron decenas de miles de vidas.

El horror que desataron las tropas niponas fue tal que dos tenientes, Toshiaki Mukai y Tsuyosi Noda, se retaron para ver quién era capaz de decapitar a más prisioneros con sus respectivas catanas. Como si de una competición deportiva se tratara, el periódico «Nichinichi Shimbun» informaba a finales de 1937 de que Mukai había vencido al cortar 106 cabezas, frente a las 105 de Noda, ilustrando el artículo con una fotografía de ambos oficiales posando orgullosos con sus sables.

Además, los japoneses violaron a unas 20.000 mujeres y niñas como Zhang Xinhong, que a los 12 años fue forzada por un soldado delante de su abuelo para salvarle la vida.

Muchas de estas atrocidades fueron filmadas por el misionero John Getz, quien logró sacar una cinta que mostró en el Congreso de Estados Unidos destapando la brutal conquista de Nanjing.

En medio de aquel horror, los chinos aún recuerdan al alemán John Rabe, un directivo de Siemens y miembro del Partido nazi alemán apodado «el Schindler de Nanjing» porque, junto a otros expatriados, organizó una «zona de seguridad» donde se refugiaron 250.000 personas que huían del infierno desatado por los soldados nipones.

«Mujeres del consuelo»

Un horror que también conoció Lei Guiying, quien fue violada cuando tenía sólo 13 años y utilizada como esclava sexual por el Ejército japonés. Fallecida a los 79 años en abril de 2007, poco después de conceder su última entrevista a ABC, Lei Guiying fue una de las 200.000 «mujeres del consuelo» chinas, coreanas, filipinas, taiwanesas e indonesias que poblaban los burdeles regentados por el propio Ejército imperial para levantar la moral de la tropa. «A veces tenía que atender a cinco clientes al día, que nos violaban como animales y luego nos pegaban para desahogarse», relató la anciana en su casa de Tang Shan, a 30 kilómetros de Nanjing. Sólo en China se calcula que había 10.000 de esos prostíbulos.

En Manchuria, donde los japoneses impusieron un gobierno títere dirigido por el último emperador de China, Pu Yi, la Unidad 731 llevó a cabo sus siniestros experimentos biológicos. Al más puro estilo Mengele, el Ejército nipón llegó a efectuar vivisecciones en seres humanos vivos, sobre los que se probaban armas químicas y biológicas como la peste bubónica, el tifus o el cólera. Según los investigadores, al menos 3.000 civiles, entre chinos, rusos, mongoles y prisioneros de guerra americanos y europeos, fueron utilizados como conejillos de indias en el campo de Harbin, que empezó a funcionar en 1939 y fue destruido por el Ejército nipón en 1945 para ocultar pruebas. Fuera del recinto, se calcula que unas 200.000 personas murieron como consecuencia de las armas que salían de sus laboratorios. Entre ellas, destacan los dos millones de bombas de gas mostaza que fueron enterradas por los japoneses en territorio chino y, desde el fin de la guerra, han matado ya a 2.000 inocentes.

Convertidas en un espeluznante museo del horror, las instalaciones de la Unidad 731 se encuentran a unos 20 kilómetros de Harbin, en la provincia nororiental de Heilongjiang. Dicho complejo se componía de 150 edificios, entre los que había laboratorios, salas de operaciones, dos cárceles y tres crematorios, que albergaban los más atroces experimentos de los científicos japoneses.

Para que nada de esto se olvide, el régimen del Partido Comunista educa a los chinos en el odio a Japón y la televisión emite constantemente series y películas de guerra. Con ese trasfondo histórico, los gobiernos de ambos países se aprovechan de la disputa por las islas Senkaku-Diaoyu para fomentar el nacionalismo y rivalizar de nuevo por la hegemonía de Asia.

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