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Las mil y una formas de morir en Turquía

La altísima tasa de siniestralidad laboral se suaviza con una cultura del fatalismo muy oriental

daniel iriarte

El pasado lunes, un hombre disparó a dos compañeros suyos en una de las principales avenidas comerciales de la parte asiática de Estambul, matando a uno de ellos e hiriendo gravemente a otro. No eran elementos del hampa, sino empresarios que se enzarzaron en una discusión sobre cotizaciones de bolsa hasta que la disputa se les fue de las manos. El día anterior, 13 personas murieron y 31 resultaron heridas cuando el conductor de un autobús se quedó dormido al volante en la provincia de Antalya.

Seis días antes, el desplome de una rama de árbol sobre la terraza de un café en Estambul acabó con la vida de dos mujeres, tan solo tres días después de que diez trabajadores murieran al desplomarse el ascensor de un rascacielos en esta misma ciudad. Y eso apenas unas jornadas después de que un camión de carga se hubiese llevado por delante un puente en Estambul, matando a una persona y provocando graves lesiones a otras cuatro.

Admito que la percepción del corresponsal está mediatizada por la exposición a las noticias locales, muchas de las cuales son necesariamente trágicas («Las buenas noticias no son noticias», reza el viejo lema de la profesión). Pero definitivamente algo anda mal en un país que tiene las estadísticas de siniestralidad laboral más altas de Europa; donde proliferan las armas de fuego y donde la gente no duda en recurrir a ellas con facilidad para resolver disputas; donde ponerse el cinturón de seguridad se considera una ofensa para unos conductores que demasiado a menudo se creen Michael Schumacher; y sobre todo, donde rara vez se condena a nadie por negligencia.

No soy el único que piensa así: mientras investigaba en internet para este artículo, descubro que el columnista Özgür Korkmaz escribió una pieza a principios de este mes, titulada «La insoportable facilidad de morir en Turquía», en la que enumera una serie de incidentes fatales similares a los descritos más arriba por mí, pero ocurridos el mes anterior: desde una familia ahogada mientras hacía un picnic en el sureste del país cuando una planta hidroeléctrica abrió sus compuertas sin previo aviso, hasta un niño arrastrado al fondo del mar por un coche caído de un ferry (cuyo capitán inició la maniobra de salida del puerto sin comprobar si los vehículos de pasajeros habían terminado de subir a bordo), pasando por un fotógrafo muerto por el golpe de una puerta en un estadio de fútbol.

«Lo más triste es que casi nadie es imputado o castigado por su responsabilidad en estos ‘accidentes’», escribe Korkmaz. «El ‘kader’, o la creencia sobre la predestinación en el islam, se usa para explicar estas situaciones, como si Alá les dijese a sus seguidores no tomar ninguna precaución y limitarse a seguir su destino», indica.

Resignación ante la muerte

Este concepto de predestinación está profundamente arraigado en las mentes de los turcos. Tanto, que tras el fallecimiento de una treintena de personas en un accidente en la explotación minera de Zonguldak, hace cuatro años, no solo permite que el entonces primer ministro Recep Tayyip Erdogan pueda decir que «la muerte es el destino de un minero», sino que los parientes de los fallecidos lo acepten como explicación.

Este mismo fatalismo se da entre los opositores al actual gobierno turco. La cultura de la protesta en Turquía casi siempre ha incluido un componente de violencia, en la que muchos de sus participantes aceptan plenamente sus consecuencias con tal de «enviar un mensaje». No hace tanto, el que pistoleros ultranacionalistas, o los mismos policías, abriesen fuego contra cualquier manifestación que amenazase el orden establecido era una posibilidad bien real. La docena de muertos a manos de la policía desde el inicio de las protestas por el parque Gezi, en 2013, demuestra que el peligro no ha desaparecido. Incluso en ese contexto, no es infrecuente escuchar a los manifestantes justificando los riesgos que corren: «De todas formas, puedo morir mañana en un accidente de tráfico».

Lo peor es que es cierto.

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