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La necesidad de evitar cualquier duda sobre la legitimidad del Heredero impuso en la Corte castellana un estricto ceremonial reglamentario en torno a los nacimientos, a veces rodeados de testigos, que han ido evolucionando hasta nuestros días

ALMUDENA MARTÍNEZ-FORNÉS

El embarazo y alumbramiento de Doña Letizia, en una clínica dotada con los máximos adelantos y asistida por un personal experto y preparadísimo, nada tiene que ver con los de la mayoría de sus predecesoras, ya fueran Reinas o Princesas de Asturias, cuyos partos se rodeaban de complicados ceremoniales. Algunos, incluso, debían ser presenciados por numerosos testigos que identificaran reglamentariamente al recién nacido y evitaran cualquier duda sobre la legitimidad del futuro Heredero.

Una ceremonia que se impuso en la Corte castellana en el siglo XIV, en tiempos de los Trastámara, para evitar que la vieja aristocracia pudiera deslegitimar un nacimiento y utilizarlo como arma arrojadiza contra el poder real, como ocurrió con Pedro I en 1334. Eran tiempos en los que los restos del feudalismo se oponían a la creación de un poder real fuerte, embrión de lo que luego sería el Estado moderno.

Isabel la Católica también tuvo que cumplir con esa imposición castellana y traer al mundo a sus hijos ante varios nobles, caballeros y regidores, aunque procuró proteger su pudor: «La Reina cumplió con su obligación con la condición de que su cara fuese cubierta con un velo, con lo cual no sólo ocultaba su vergüenza, sino también el que nadie pudiese detectar en ella un rictus de dolor y sufrimiento», afirman los doctores Antonio Garrido-Lestache y Antonio Manuel Moral Roncal, autores de una minuciosa investigación sobre «La identificación de los recién nacidos en la Casa Real española».
Con velo y luz atenuada

Y es que de las Reinas también se esperaba un control admirable, de acuerdo con su dignidad real. La Emperatriz Isabel, esposa de Carlos I de España, consiguió perfeccionar algo la técnica de Isabel la Católica y, además de cubrirse el rostro mientras daba a luz, ordenó que se atenuasen las luces de los candelabros que alumbraban su estancia. Aunque su parto, según relatan los citados especialistas, fue «largo y laborioso», la Emperatriz desoyó a quienes le aconsejaban relajarse y gritar —«moriré, más no gritaré», dijo— y aguantó «los dolores con un autocontrol admirable, consciente de su dignidad real».

Su marido, el Emperador, sin embargo, «nació, contra todo pronóstico, en un retrete», puntualizan los doctores. Y es que aunque su madre, Doña Juana, ya había salido de cuentas, no quiso perder de vista a su mujeriego marido, Don Felipe, y tras una fiesta palaciega se puso de parto y se retiró a una estancia en la que vino al mundo el que luego sería emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Partos inseguros

Poco a poco, las Reinas fueron ganando en intimidad y, con el tiempo, los testigos se limitaron a permanecer en las salas contiguas. Con ello, los nacimientos ganaron también en higiene y salud, ya que estas personas eran portadoras de gérmenes que hacían más inseguros los partos reales que los de las campesinas. Tanto riesgo presentaban, que algunas Reinas hasta hacían un testamento días antes del alumbramiento. Además, en aquellos tiempos, las parturientas sólo eran asistidas por comadronas. Paradójicamente, los hombres podían asistir a los partos, pero no intervenir. Cuentan estos especialistas el caso de un médico de Hamburgo, Veithe, que se disfrazó de mujer para atender un parto y cuando se le descubrió fue condenado a la hoguera.

También relatan los doctores Garrido-Lestache y Moral Roncal que diversos Reyes, como Felipe III, permanecieron junto al lecho de sus esposas mientras ellas daban a luz, por lo que la presencia del marido en el parto «no se trata de una adquisición de nuestros días».

Sin embargo, era tanto el pudor de la época que, incluso, muchos años después, en 1696, Mariana de Austria, esposa de Felipe IV, murió de «un avanzadísimo cáncer de mama que tuvo oculto varios meses para que nadie examinándolo pudiera ofender su pudor».

Su hijo, Carlos II no logró tener descendencia con ninguna de sus dos esposas. A la segunda, Mariana de Neoburgo, se la escogió precisamente por «la proverbial fertilidad de las mujeres de su familia», ya que su madre se quedó embarazada 24 veces y sobrevivieron 14 hijos. Pero no tuvo descendencia y así empezó la dinastía de los Borbones.

Reliquias en las alcobas

Testigos de numerosos nacimientos reales fueron infinidad de reliquias, que se trasladaban a la alcoba de las Reinas durante el parto. Una de las más utilizadas, desde 1629, era la Santa Cinta de la catedral de Tortosa que, según se creía, había pertenecido a la Virgen María, o el báculo de Santo Domingo, que dejó de utilizarse en tiempos de la Reina Victoria Eugenia. «Estas reliquias —precisan los médicos— habían visto nacer Infantes y Príncipes de España, por lo que su presencia en la cámara regia las hacía imprescindibles para legitimar a los nuevos vástagos reales, legitimando simbólicamente su enlace con el pasado».

Sin embargo, durante la Dinastía de los Borbones desapareció por completo la costumbre de colocar amuletos a los recién nacidos para librarles de las enfermedades.
Otra vieja tradición de la Corte española que, sin embargo, se ha mantenido hasta nuestros días, ha sido la de bautizar a los Herederos en la pila donde fue bautizado Santo Domingo de Guzmán en el siglo XII. La primera vez que se utilizó fue en 1605, con el Príncipe Felipe, hijo de Felipe III y Margarita de Austria; y la última en 1968, en el bautizo del actual Príncipe de Asturias.

La Familia Real también mantiene su especial veneración por la Virgen de Atocha desde tiempos de los primeros Austrias. Igual que hicieron Don Felipe y Doña Letizia tras su boda, Reyes y Reinas han acudido históricamente al santuario madrileño para dar las gracias por el nacimiento de los Herederos.

Un hecho único, hasta ahora, en la historia de la Dinastía ha sido el nacimiento de gemelos vivos. Fue en 1783, cuando Carlos IV y María Luisa fueron padres de dos Infantes, Carlos Francisco y Felipe Francisco, pero al año murieron y fueron enterrados en el Panteón de Infantes del Monasterio de El Escorial.

También se ha dado el caso de hijas de Reyes a las que, nada más nacer, se les concedía el título de Princesa de Asturias hasta que el nacimiento posterior de un varón las convertía de nuevo en Infantas, como ocurrió a Isabel Francisca de Asís, hija de Isabel II, después conocida como «La Chata».

Lactancia materna

Los doctores Garrido-Lestache y Moral Roncal también relatan la práctica habitual de buscar amas de cría por las montañas santanderinas para la lactancia de los niños reales, hasta que Victoria Eugenia sorprendió dando ella misma el pecho a su hijo Alfonso.


La Reina Victoria Eugenia rompió con la costumbre
de las nodrizas y optó por la lactancia materna.

La presentación de los recién nacidos a los testigos que aguardaban en las salas contiguas se hacían dentro de una ceremonia espectacular. Al pequeño se le colocaba en una bandeja de oro o de plata y los cañones anunciaban con salvas el nacimiento, 15 si era niña y 21, si era niño.

La broma de Alfonso XIII

Como dato curioso, los citados médicos destacan los consejos que sus predecesores dieron a la Reina Victoria Eugenia cuando se quedó en estado, a quien recomendaron que no anduviera en automóvil para evitarle náuseas y vómitos y que, en su lugar, utilizase el carruaje para sus desplazamientos. Entre otras anécdotas, los médicos relatan cómo se adelantó, al menos veinte días, el nacimiento de Don Juan Carlos, hecho que sorprendió a su padre en una cacería y a su madre en un cine que tuvo que abandonar de inmediato para trasladarse a la clínica angloamericana de Roma. Y la broma que le gastó Alfonso XIII a Don Juan a su llegada al sanatorio, cuando le mostró un niño chino que había nacido en la misma clínica y le dijo que ese era su hijo. En realidad Don Juan Carlos no había venido al mundo todavía.

Al margen de las anécdotas, Don Juan Carlos se convirtió en el primer Rey de España que nació en una clínica. Pero de su reconocimiento se ocuparon su abuelo, Alfonso XIII, y su padre, Don Juan de Borbón.

El Registro Civil de la Familia Real

 


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