El sueño americano

 

 

Sacrificio

Winchester, Virginia, viernes, 24 de octubre

Los trenes de mercancías tienen una cualidad innata para la melancolía, especialmente si son “americanos” y transcurren con nocturnidad. Pasan con regularidad por la estación de Martinsburg dejando un filamento encendido en la penumbra. Parecen ciegos, como si ninguna voluntad más que la de existir les lanzara en medio de la noche del viernes, cuando Washington D. C. parece despoblarse de espías y otros funcionarios encargados de recordarse a sí mismos y al cada vez más incrédulo y perplejo mundo que sigue siendo la capital del imperio y que el vecino del número 1.600 de la avenida de Pensilvania no se ha convertido en un gas licuado con apariencia humana. Aprovecho la suma de retrasos y la pérdida del penúltimo tren hacia Virginia cenando en la primera nave de Union Station, la estación de trenes digna de una capital imperial que sin embargo ha medido el impacto visual con los telémetros de un demócrata. Son líneas donde la sobriedad  y la certeza de atesorar un “destino manifiesto” se conjugan en futuro de indicativo. Así ha sido al menos hasta este otoño que ya ha sacado del estuche su afán de rojos, cadmios, sepias, durazno, merlot y madrépora. La ensalada de salmón fresco de Alaska parecía una extravagancia, pero acaba cayendo como una bendición mientras apuro las últimas páginas del “New York Times” bajo la luz confusa de la nave y el sordo estruendo, como de viernes en manos de hordas de jóvenes que no han  escuchado jamás la palabra “sacrificio”, que llega de los sótanos y entresuelos -emporio de comida y tránsito- de este  templo masónico de electricidad y necesidad: un negativo del desastre en el que estamos instalados, como en aquella película de Luis Buñuel en la que la burguesía estaba condenada a repetirse a sí misma y no encontraba la salida a su bucle melancólico: ¿“El ángel exterminador?”.
      

La palabra sí la esgrime el taxista etíope que me lleva desde el aeropuerto nacionl Ronald Reagan (a John McCain le gusta identificarse como un “soldado de infantería de Reagan”) y que, mientras atravesamos el Potomac y toda su sangre indistinguible, enumera cinco razones para votar por Barack Obama. Cuando le pregunto si no tiene miedo de que liquiden a su candidato cuando se atreva a tocar lo intocable, dice que “la sangre es necesaria, el sacrificio es necesario para avanzar”. Es un pensamiento muy cristiano?. “Es que soy cristiano”. ¿Y no embarrancará entonces esa canción de cambio y esperanza que se ha convertido en el mantra del candidato mestizo al que todos ven negro? “La marea es imparable. Es la sociedad la que reclama un cambio, la que no va a permitir que todo siga como está”. Curiosamente, parece un eco de las palabras del piloto Michael Gallagher, que habla de esta encrucijada como de una “tragedia  nacional”.
     

En su larguísimo editorial para justificar por qué reclama el voto para Obama, el “New York Times” recuerda que, tras ocho años en la Casa Blanca, Bush deja a su sucesor en herencia dos guerras, una aterradora imagen internacional y un gobierno sistemáticamente amputado de sus resortes para proteger y ayudar a sus ciudadanos, se trate de una inundación desatada por un huracán, atención médica asequible [45 millones de almas no tienen un seguro médico en la mayor potencia de la Tierra] o preservar hogares, trabajos, ahorros y pensiones en medio de una crisis económica que era “previsible y evitable”, al tiempo que reprocha al candidato republicano que insista en seguir ofreciendo la misma receta, la misma ideología de que cada uno se las arregle como pueda, entre los fragmentos (acaso se podría probar con la hipérbole invertida de “las ruinas”) de Wall Street y las cuentas bancarias. En la primera página del mismo  periódico, el rostro de Alan Greenspan podría servir para una secuela de “Sacrificio” si Andrei Tarkovsky siguiera entre nosotros y rastreara con su cámara esta tragedia americana, esta invasión de los ultracuerpos, este 4 de Julio con el país intentando derrotar una invasión bolchevique, que ha sido demasiado a menudo la manera en que el Hollywood más adolescente de su historia ha tratado de entretener la avidez de sus devoradores de palomitas y cisternas de Coca-Cola: con el relato de una catástrofe que no exige de sus víctimas más que los ojos del que se asoma al balcón de la boa constrictor, no el espejo de la responsabilidad individual, y de cómo Greenspan o Reagan dejaron en total libertad a la mano invisible, la presunta sabiduría de un mercado que ha acabado tragándose su propia cola, una codicia tan indigesta como las casas vacías y las grúas muertas en Nevada, Murcia o Shenzhen.

 

Silver Spring, Kensington, Garret Park, Rockville, Washington Grove, Gaithersburg, Metropolitan Grove, Germantown, Boyds, Barnesville, Dickerson, Point of Rocks, Monocacy, Frederick, Brunswick, Harpers Ferry, Duffiels y Martinsburg. El verdadero “conductor”, el revisor de este tren nocturno hacia las afueras de la capital de Estados Unidos y un sur muy cercano llamado Virginia, destila ese entusiasmo de quienes todavía creen en la capacidad redentora del trabajo y en hacer más agradable la vida de los demás, como un Caronte bienintencionado. Canta cada estación y añade una coletilla para quienes buscan un refugio en la soledad de sus casas, aparentemente lejos del ruido y la furia que se han desatado en el núcleo del panóptico: aquel ojo de Bentham desde el que se controlaban todos los radios de la cárcel. No quedamos más que un muchacho y yo en la fantasmagórica estación de Martinsburg, y me restan todavía 45 millas para alcanzar  mi destino esta lluviosa noche de viernes. Menos mal que sobre la ventanilla cerrada a cal y canto se anuncia la salvación: Taxis McCain. Tardará en llegar, en un coche de camuflaje, recién salido de la cama y con una tos crónica. Dice que el dueño de la compañía no es pariente del candidato, ¿pero cómo no serlo si me está salvando por la módica cantidad de 50 dólares? Avanzamos a través de la noche, entre ráfagas de lluvia y la otra gran melancolía “americana”, la de los camiones inmensos y temerarios, iluminados como para el Día de Acción de Gracias, para la comunión entre la mercancía, el intercambio, el progreso y el esfuerzo individual: pasan haciendo temblar el aire, dejando una estela de agua y partículas de uranio, una confianza ciega en que la autopista debe conducirnos inexorablemente a nuestro destino. Son los mismos camiones que cantó Tom Waits en “Phantom 309”, una de sus melopeas más conmovedoras. Trato de  leer los grandes rótulos, trato de orientarme en medio del cansancio y la sospecha de que este sistema de carreteras no es más que otro bucle melancólico en el que damos vueltas, una cinta continúa de asfalto, entre “malls” (los centros comerciales: la última gran aportación estadounidense a la felicidad humana) y gasolineras, moteles y ciudades tan extensas que no son siquiera imaginables. Acaso sea esa la forma del nuevo existencialismo americano que con tanta fiereza combaten los evangélicos y todo el archipiélago de congregaciones, denominaciones y sectas que tratan de darle un sentido trascendente a la existencia. Descubrimos mi Wingate by Wyndham precisamente en las estribaciones de un “mall”, un lugar en ninguna parte bajo el paraguas fiscal (es una mala metáfora) de Winchester, Virginia, donde he venido a leer el mapa del proletariado. Es hora de apagar todas las pantallas.

 

Alfonso Armada

 

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