El sueño americano

 

Contra la muerte

Nueva York, 8 de noviembre, 2008

Llueve sobre Manhattan. Asciende perezoso el humo de las calderas de Pedro Botero. La firma de la fugacidad de la vida. ¿Cuánto tiempo tardó el río Grande en horadar el cañón de Santa Elena o el de Boquillas, donde la corriente gira, se dobla como si hubiera buscado la roca más complaciente, la menos laboriosa de labrar para los canteros del agua, millones de años viejos, de manos que el agua disuelve y olvida con otra provisión de agua que hace que desde Heráclito pensemos que el río es la mejor metáfora del tiempo y por lo tanto de la vida? ¿Qué era esta isla de nombre indio cuando no había embarcaderos, bancos, alcantarillas, tragaperras, anuncios luminosos, teatros, prostitutas, locales de apuestas, restaurantes de cinco tenedores, sótanos, “pent houses”, libros de contabilidad, guarismos, pistolas, hebillas, museos, dinero, música, taxis, joyas, banderas, protocolo, bragas, barandillas, coches de caballos, quirófanos, embalsamadores, cera, muérdago, celofán, jeringuillas, teléfonos, túneles, altavoces, sirenas, policías, agentes secretos, cárceles, aceras, chicle, libros, microscopios, camas, ventanas, puentes, rascacielos... Una isla cubierta de vegetación, sin Estatua de la Libertad, Quinta Avenida, Museo de Arte Moderno, Naciones Unidas, Wall Street, monumento a Washington, puente de Brooklyn, Central Park... Llueve sobre Manhattan y por la radio en la repisa de esta habitación sobre el cañón de Broadway, la calle ancha, la única que respeta una antigua senda india, llega la voz inconfudible de Jonathan Schwartz y las preciosas canciones que elige para las mañanas de invierno de los sábados y los domingos en National Public Radio. Las cosas que hacen que el mundo parezca que está bien hecho.

 

Cuando en 1933, tras inconcebible incompetencia de Herbert Hoover, que no había hecho sino agravar la crisis que desangraba Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt pronunció su famoso discurso inaugural. Sin embargo, como le recuerda Jonathan Alter -autor de “The Defining Moment”, un ensayo sobre los primeros años de FDR, a Joe Nocera en el “New York Times” de hoy-, los diarios de la época apenas le prestaron atención a la frase que ha pasado a la historia: “A lo único que debemos tenerle miedo es al miedo mismo”. Todos pusieron el énfasis en el llamamiento a “actuar, actuar ya”. Y vaya si lo hizo, como recuerda Nocera: en sus primeros cien días en la Casa Blanca fueron aprobadas 15 leyes, muchas de ellas dedicadas a apoyar a los trabajadores, empleados, pequeños propietarios y ranjeros. “Demostró que el gobierno podría ayudar tanto a Main Street (la calle mayor, la calle en general) como a Wall Street (el mundo de las finanzas, los bancos y las empresas)”. Algo que George W. Bush no ha sabido hacer ni querido hacer. La ideología es un corsé de hierro. Algo que todos esperan que Barack Obama empiece a hacer antes de que sea demasiado tarde. Nocera se encarga de subrayar que aunque la crisis es gravísima, y puede llevarnos al abismo si no se actúa con inteligencia y rapidez, no es tan devastadora como la que llevó a la Gran Depresión. Mientras que el desempleo se cifra ahora en un 6,5, a comienzos de los años treinta era del 26 por ciento, y mientras la bolsa ha perdido un 35 por ciento de su valor, en 1933 la caída fue del 75 por ciento.

 

El 4 de noviembre, más de 60 millones de espectadores siguieron por las televisiones estadounidense el resultado de las elecciones. “Creo que es el fin de la era conservadora”, admitió el comentarista ultraconservador Pat Buchanan. “Es el fin de la apatía”, dijo el comentarista liberal Tom Brokaw. A Oprah Winfrey, la gran dama de la televisión americana, un fenómeno que ha llegado a las costas árabes, se la vio llorando sobre los hombros de un desconocido mientras Obama pronunciaba en el Grant Park de Chicago un discurso de una sencillez y emoción admirables, contenido, sobrio, casi sombrío, consciente de la importancia del momento. Por eso no quiso que el acto terminara con fuegos artificiales. Hubiera sido un contrasentido, dada la gravedad del momento que atraviesa la primera potencia mundial. “Fue la noche más electrizante y emocionante que he vivido en mi vida”. Mientras trataba de no emocionarme más de la cuenta, acabé haciendo lo que me había aconsejado mi ex compañero de los días felices de “El País”, Bosco Esteruelas: “Si gana Obama, déjate emocionar. No te contengas. Vive el momento”. No sé si ha sido el momento más emocionante de mi vida, pero desde luego sí el que más me ha calentado el corazón y la cabeza (en el mejor sentido de la palabra) desde que Estados Unidos y Nueva York pasaron a formar parte de mi vida.

 

El día de Navidad desembarcará en las pantallas de cine de Estados Unidos la película “El curioso caso de Benjamin Button”. Dirigida por David Fincher, sobre un guión de Eric Roth, está interpretada por Brad Pitt y Cate Blanchett, y relata la extraña peripecia de un hombre que nace como si tuviera los síntomas, los achaques y las penas de un hombre de ochenta años y que se pasa el resto de vida rejuveneciendo, “desnaciendo”, como diría Miguel de Unamuno. He ahí un gran tema americano, un sueño a la altura de su idealismo trufado de ingenuidad y adolescencia, el eterno Peter Pan que se niega a envejecer, a aceptar el código genético, el fatalismo de que todos (también las más altas torres y los más altos imperios) están condenados a morir, a la extinción, a volver al polvo. Esa denodada lucha contra el tiempo, un dios ajeno a la cultura americana, un Cronos demasiado sofisticado, aliado con un fastidioso Heráclito para convencernos de que estamos condenados a morir. Demasiado duro para admitirlo. De ahí que la muerte haya sido desterrada de la vida americana: tanto los cadáveres de los que se arrojaron al vacío desde el Centro Mundial de Comercio como los muertos en Irak, pero también los cadáveres de cada día, los cadáveres de nuestros seres queridos, son rápidamente hechos desaparecer, y su olor borrado (como hace el ejército con la ropa de los que mueren en combate: las lavadoras del Pentágono no dejan el menor rastro de vida, el menor rastro de muerte), los funerales son -para quienes se lo pueden permitir- ceremonias impecables, asépticas, con el olor de las flores frescas como única concesión a la naturaleza. El destierro, la negación de la muerte, parece el último gran sueño americano, y ya hay cirujanos plásticos, maestros del transformismo, ebanistas del botox trabajando a destajo, como también nuevas generaciones de genetistas y biotecnólogos investigando para un porvenir en el que la muerte no forma parte de nuestro horizonte vital. Toda una utopía. El nuevo sueño americano. Mientras tanto, Barack Obama habrá de enfrentarse a tareas más urgentes, más a ras de suelo, más del interés de quienes sobreviven en una economía que parecía construida a medida del Dios de Calvino, el que recompensa al que triunfa en los negocios de la tierra con un asiento en el palacio del cielo. Porque a quien sale adelante en la tierra de las oportunidades es que goza del amparo del buen Dios que vela por sus criaturas más industriosas. El dinero no es más que la confirmación de que ese Dios puritano e implacable con la pereza y el crimen está de nuestra parte. Lo recalcan los billetes, y todos los políticos que pretendan llegar a la cima del poder aquí. El “Dios bendiga a América”, con el que también Barack Obama concluyó su discurso en la noche de Chicago No se olvidó de enviarle recado al Altísimo. Junto a la pobreza, no hay estigma más grave que el ateísmo, como si fuera imposible una ética al margen de la religión y sus administradores en la tierra.

Este sueño americano termina aquí, al final de este viaje por parte del corazón continental de Estados Unidos, una tarde de lluvia en Manhattan, entre cláxones, zumbidos, motores... la respiración de la metrópoli, el animal de fondo, el imán de tantos sueños, el prodigio que tanto me maravilla y me fatiga. Buenas noches.




Alfonso Armada

 

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