El sueño americano

 

La frontera

Tucson, Arizona, sábado, 1 de noviembre, 2008

La frontera es el umbral mismo del sueño. Donde se proyectó el país -siempre al Oeste-, donde lo siguen buscando los que vienen. La frontera tiende su arco ficticio sobre un mapa que es representación aproximada de lo que existe, y que sirve, como los nombres de los cerros, las cañadas y los abrojos para darnos el consuelo (parafraseando a Cormac McCarthy) de que no nos hemos extraviado ya. Sobre esa convención, el poder efímero levanta sus garitas, impone su ley: A partir de hoy, esto es es mío y hago lo que quiero, e impongo mis condiciones a todos los que entren. ¿Está claro? Es más patético que surrealista ver, sobre las lomas que rodean Nogales, los grandes reflectores iluminando un fragmento de frontera, un trozo de campo, para regocijo de los mosquitos y de las polillas, que acuden al festival de luz. Un derroche. Pero es un precio que están dispuestos a pagar los que viven agitados por el miedo. Porque cuando la frontera se extiende entre dos mundos de desigualdad creciente nada detiene a los que, con la lógica de la necesidad en los ojos, vendrán reclamando otra existencia más afín. Y a dejarse la salud y la vida en trabajos de sol a sol, que los han prosperado ya no quieren abrazar. Y por menos dinero que los lugareños. Todo país es de inmigrantes, porque es lo que no hemos dejado de hacer desde que empezamos a corrernos sobre la faz de la tierra, cuando no existían los mapas ni los lápices de colores.


Al pie de las Catalinas, que relumbran como un macizo bajo el sol y hacen que las voces de los trenes de mercancías resuenen con un timbre azulado, se levanta Tucson, el pueblo perdido que un jesuita vino a encontrar aquí y donde los españoles levantarían un presidio (es decir, un fuerte) en 1775. Mientras el país empieza a tiritar, aquí el mapa del tiempo (otra representación) es rojo como la tierra, caliente para que los sahuaros (los grandes cactus de los historietistas) se alcen y nos orientemos. Busco la calle Stone, donde la catedral de San Agustín, que todos los domingos a las ocho de la mañana celebra una misa mariachi en español y que preside un Cristo sin clavos, un Cristo que no habla de muerte, sino de resurrección. A pocos pasos del viejo centro, del Old Pueblo, donde los rascacielos que parecen reproducir hasta la saciedad el modelo americano (pero en este caso sin la degradación de sitios como Dayton) hacen de faro para los náufragos del asfalto: rodea el “downtown” una marea cuadriculada de calles y avenidas (Ajo, Valencia, Euclides...) que se extienden en todas direcciones formando una retícula ideal para el automóvil, pero hostil para el peatón de la historia. En ese centro que trae reminiscencias de cuando esto era España y luego fue México, hasta la anexión, se levantan los juzgados y tribunales del condado de Pima, donde se enclava Tucson. Allí me lleva Emilio Cid, el taxista de Celanova (la misma aldea de Orense donde nació el autor de “Longa noite de pedra”, Celso Emilio Ferreiro) que me esperaba en el aeropuerto sin yo saberlo y sin saberlo él. No ha vuelto jamás a la tierra que le vio nacer y que abandonó con sus padres hace medio siglo. Hicieron la travesía del Atlántico en un barco que tardó dos semanas en avistar la barra venezolana. Sus pasos le llevarían a Toronto (donde dejó dos vástagos: el niño, que miraba fascinado a los policías a caballo, acabó ingresando en la policía montada) y ahora a esta tierra caliente donde fundó un periódico (“Páginas amarillas”). Pero el dinero le volvió “loquito” y la vida le dio un testarazo. Ahora abriga el sueño de volver a trabajar como periodista, como hiciera en Canadá, y dejar el taxi para montar una revista comunitaria en español. Le gusta dedicarse al aeropuerto porque “cojo a personas elegantes e ilustradas y además no portan armas”. Desde luego que no, saliendo de un avión. El aire seco es la primera bofetada, dulce en esta época del año y Emilio García, que teme a Obama como si fuera a quitarle el sustento, espera que sea John McCain quien se lleve el gato al agua: “Claro, nuestro senador”.

 

Isabel García, la defensora legal del condado de Pima, una mujer infatigable, no sueña lo mismo. “Aquí no hay justicia para los mexicanos. Aquí tratamos de representar y de ayudar a los migrantes que, con nada de evidencia, se les condena”. Lleva prendido del cuello de la camisa un palabra en letras de color marfil: “Obama”. Desde su despacho, en una esquina de la octava planta, se divisa todo un cuadrante de Tucson, los trenes incesantes, la ciudad que sigue ganando terreno al desierto, las montañas y su glorioso, inquietante amparo, y sobre la repisa una figurita de don Quijote, compañero de fatigas en su sueño nada ficticio de hacer que los hombres sean iguales independientemente de su partida de nacimiento, esa lotería tan injusta. “La derecha quiere deportarlos a todos. Los medios y la migra (la Border Patrol, la patrulla fronteriza) han hecho todo lo posible por criminalizar a todos los mexicanos. Pero no hay que olvidar que fue el demócrata Bill Clinton quien lo empezó todo en California: reforzar la línea, ampliar los muros, condenar a la gente a que buscara lugares más al este (Arizona) y más peligrosos para cruzar. Para morirse”. Buscando votos en el caladero del miedo. Isabel García tiene la cabellera larga y en hebras de plata, como mi abuela Emilia cuando se deshacía el sempiterno moño y se lo lavaba: la recuerdo peinándose en la casa de Núñez de Balboa (el “descubridor” del océano Pacífico), junto a la Singer, en la casa de piedra a las afueras de Vigo que mi abuelo Benigno construyó con un premio de la lotería y mis primos y yo disfrutamos de la infancia más feliz que se pueda desear: en una finca plagada de frutales, maíz, patatas, donde podíamos hablar con los cerdos y las gallinas, hacer volcanes, jugar a las tinieblas, al escondite, a las canicas y a la guerra y preguntarnos por el origen del universo en las noches de verano en el cenador de la casa de la tía Tere, donde las sardiñadas, los columpios, el tiempo sin muerte ni decrepitud.

 

Isabel García echa pestes del TLC (el Tratado de Libre Comercio): “Acabaron con la agricultura en México y las compañías están como zopilotes buscando contratos baratos”. Una parte de la derecha quiere forzar la expulsión de los “simpapeles”, otra los busca porque son la mano de obra más esforzada, más sumisa, que teme exigir sus derechos porque sabe que la policía está al servicio de los dueños de los mapas, los que saben bien para qué sirven las fronteras. “Conozco a John McCain desde hace muchos años. En esta campaña se ha traicionado a sí mismo. Se pasó la primera parte de su vida tratando de demostrar que era distinto, un “maverick”, pero para poder ganar la nominación republicana ha hecho todo lo necesario para dejar de ser independiente, jugar para hacerse querer por el ala más dura del partido, y rodearse de gente como Sarah Palin. Ahora votaría contra su propio proyecto de ley (el que elaborara con el senador Edward Kennedy), que no era tan bueno como decían, porque insistía en el camino que inició Clinton: la militarización de la frontera. Se ha echado en brazos de los derechistas de este país. Él ha intentado mostrarse como amigo de los mexicanos, pero la comunidad se ha dado cuenta de que no lo es. Ha hecho hincapié en la parte represiva, en toda esa maquinaria y tecnología que se han gastado en la línea y que ha enriquecido a compañías como la Boeing o Blakwater. Y que al final no servirá para nada. Detienen a los que no tienen papeles, les esposan de pies y manos como si fueran terroristas, y en una hora los juzgan, para internarlos desde una semana a 180 días en una de las prisiones privadas que han florecido por aquí”. Sahuaros más espinosos, más inhóspitos. Teme Isabel García al sheriff de Maricopa, Joe Arpaio, “con un discurso racista, que habla sin cesar de la guerra a muerte contra la inmigración. Arizona, por donde cruza el 52 por ciento de todos los que atraviesan sin pasar por la garita (aduana), es un laboratorio de todas las medidas contra la inmigración. La gente ignora su propia historia, y el miedo hace el resto: muchos pobres acaban votando contra sus propios intereses. Los republicanos no merecen volver a ganar. Sería como premiar la incompetencia y el abuso”. La campaña toca a su fin. Han sido dos años agotadores. La noche cae sobre Tucson y uno se siente todavía más perdido. El laberinto de la cuadrícula. Aquí, el hilo de Ariadna es un GPS.

Alfonso Armada

 

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