El sueño americano

 

 

Sexo oral

Tucson, Arizona, viernes, 31 de octubre, 2008

Escuchar es un acto de amor. Lo escucho por la radio mientras, con la noche todavía encima, acabo de empacar. Dayton duerme todavía. El portero de noche le aconseja a su ayudante que llame a un taxista amigo: “Es un buen tipo”. Un húngaro del tamaño de un armario que conduce con una sola mano buena parte del tiempo, y de modo temerario, mientras evita cualquier duda sobre la solidez de sus argumentos apoyando el martillo pilón o brazo derecho en el cabezal del copiloto. Menos mal que preferí mantener las distancias y ocupar el asiento trasero. La carrera hasta el aeropuerto internacional de Dayton transcurre en sombras, a gran velocidad, sorteando conductores sonàmbulos. El húngaro cuenta que su padre, cerrajero de profesión, llegó a Dayton y se hizo un lugar al sol trabajando como una mula, para deducir, sin solución de continuidad, que han sido los negros quienes han echado a perder la ciudad. Dice del alcalde que es un fumador de crack empedernido al que le importa un rábano que su ciudad se vaya por la alcantarilla, que ha entregado el “downtown” a vagos y maleantes, y que está todo plagado de negros e hispanos y que no hay nada que hacer: “Es patético”, dice girando la cabeza para buscar la complicidad del acobardado pasajero que prefiere dejarlo pasar sin acordarse siquiera de lo que Heinrich Böl dijo del fascismo. Pero apenas he dormido y no estoy de humor para batallas dialécticas con un húngaro con cara de pocos amigos. Busca la complicidad en mis ojos y para ello aparta peligrosamente la vista de la cinta de asfalto, tan negra como el túnel de negrura que desgarran los faros del coche y vuelven a abrochar sus agrestes comentarios. Menos mal que una línea azul violácea insinúa que la noche toca a su fin, y los focos del aeropuerto que a la montaña rusa dialéctica le queda una vuelta de tuerca, aunque falta todavía una coda sobre ese “negro” que pretende ser presidente, aparte de lamentarse, con su desvalido corpachón como prueba de cargo, que en Dayton no se puede decir lo que se piensa (y se cierra los labios apretándolos con dos dedazos de improbable cerrajero para formar un pico patético) “porque te llaman racista”. El mundo es injusto. Hungría está lejos. Y escuchar es un acto de amor

.
Un incongruente Papa-Noel (acaso sea Santa Claus, nunca he entendido la diferencia, si son emigrantes de diferente generación, o caretas de un mismo sueño en dos episodios nocturnos encadenados) hace cola ante el mostrador del café. Hasta que no veo a una señora hecha y derecha vestida de bruja no caigo en la cuenta de que en Halloween hasta los empleados de los aeropuertos juegan a Fantasía. Empiezan los rayos de luz naranja, como lanzas térmicas, a entrar a raudales por los ventanales que dan a las pistas. Las rampas del día han sido desplegadas. Llega una pareja joven con dos niños: el bebé viste una malla negra y ceñida con el esqueleto típico de las radiografías de dibujos animados. Joe Bageant asegura que la vida americana es un holograma, y más en estos días agónicos en que la fiebre electoral parece a punto de romper el termómetro. El avión comete el error de volar hacia el sureste, cuando mi destino es el suroeste. Pero así son las conexiones, misteriosas como la falta de trenes de alta velocidad en Estados Unidos: ventajas del individualismo, de la industria del automóvil y la de la aviación frente a la de los ferrocarriles, a los que se les ha dejado languidecer durante décadas, pese a poseer Amtrak un nombre digno de mejor suerte, equiparable a aquella Union Pacific que todavía se ve avanzar por las llanuras de Texas y Arizona arrastrando ristras de vagones como almas en pena.
La escala en Charlotte, Carolina del Norte (vuelta a la casilla de salida: la oca como metáfora de la existencia), me permite cruzarme con blancanieves y brujas de todas las edades, aunque en su mayor parte tan talluditas como patéticas. También una colección de mecedoras esparcidas por los interminables brazos del imperfecto panóptico aeroportuario, y una multitud solitaria chupando, bebiendo, lamiendo, comiendo y tragando. Alguien comentó que la sociedad estadounidense está todavía en la etapa oral: necesita tener algo en la boca para no perder el contacto con los nutrientes que palien la orfandad del que es arrancado de la seguridad del útero. No creo que haya ningún otro país donde las tentaciones para el paladar (si bien repetitivas y dudosos, saturadas de grasas y azúcares) sea tan omnipresente: las ciudades son repertorios agotadores de espacios donde matar un hambre que en realidad no existe. Comer por comer, chupar por no hablar, lamer para no dejar ni un solo instante de gozar. Los cines se han convertido en extensiones de los comederos, y las raciones están a la altura de esa necesidad insaciable de llenarse, en una agónica cadena insalubre que multiplica exponencialmente la gordura hasta extremos enfermizos. La bulimia es la traslación a las papilas gustativas del malestar de una cultura del exceso, del consumo desaforado y sin límites que ha encontrado una pértiga a su medida en el grito de guerra con el que sus más acérrimos partidarios saludan a Sarah Palin “¡Drill, baby, drill!”. Perfora, chica, perfora,.Es decir, viola sin miedo la superfice de Alaka, que necesitamos los combustibles fósiles para mantener el nivel de vida y el nivel de muerte que necesitamos y merecemos. Lo pone en perspectiva Paul Krugaman en su columna del diario: los consumidores americanos llevan mucho tiempo viviendo por encima de sus posibilidades, y si a mediados de los ochenta ahorraban un 10 por ciento de sus ingresos, últimamente el porcentaje oscila entre el 2 por ciento y cero. La deuda de los consumidores supone el 98 por ciento del Producto Nacional Bruto.

 

Tras la estocada del 11 de septiembre de 2001, al alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, no se le ocurrió mejor banderín de enganche para derrotar a la depresión y evitar el colapso de un sistema basado en el gasto desaforado y superfluo que invitar al consumo,.El mismo mantra que José Luis Rodríguez Zapatero esgrimió para la depresión española: el consumo como percutor de la cadena que nos conduce al cielo adolescente de la normalidad del que come y deja comer. Que el por otra parte brillante Bill Clinton pretendiera hacer tragar la rueda de molino de que el sexo oral no era en realidad sexo (una hipótesis de trabajo que les permite a los adolescentes y universitarios puritanos hacer como si lo que hacen no fuera lo que es, y mantener el mito de la pura adolescencia, como en buena parte del mundo árabe se preserva la virginidad de las futuras madres de familia y esposas ejemplares practicando la sodomía).

 

Los periódicos, que son fuente inagotable de goce, nos permiten asomarnos a abismos de revelación, aunque cuando recogen que la comañía Exxon Mobil se ha convertido en la corporación más rentable de América, con 15.000 millones de beneficios tan sólo en el tercer trimestre del año, gracias al por entonces estratosférico precio del petróleo, nadie se acuerda de recordar que una no pequeña parte de esa deslumbrante caja se debe a tratos con dictadores como Teodoro Obiang Nguema, de Guinea Ecuatorial, con quien Exxon Mobil lleva años haciendo negocios mutuamente beneficiosos, al margen por supuesto de la población civil de la antigua colonia española, verdadera propietaria de las riquezas de su subsuelo, algo que el mercado libre (el más libre de todos los mercados hasta que llega la hora de las pérdidas y entonces hay que nacionalizarlas para evitar que la ruina caiga del mantel de los patricios sobre los lomos de los obreros (o lo que queda de ellos). Sin salir del mismo “Times”, las páginas 16 y 17 de la edición del día de Halloween, no por casualidad enfrentan dos realidades simultáneas, holográficas, vidas paralelas, paradojas sangrantes: un tribunal de Miami condena al hijo de Charles Taylor , el despiadado ex presidente de Liberia, por actos de tortura especialmente atroz (aquí, pese al espanto, hay grados, de refinamiento y de ensañamiento), mientras que la página siguiente da cuenta del caso de Binyam Mohamed, torturado en Marruecos a instancias de Estados Unidos y donde acabó confesando que pensaba hacer estallar una bomba sucia, es decir, una bomba radiactiva, en Estados Unidos. Los torturadores saben que los torturados acaban confesando lo que aquéllos desean que confiese porque saben que es la unica manera de que cese el suplicio. El Departamento de Justicia estadounidense se niega a obedecer la requisitoria de un juez de que se entregue a los abogados del acusado los documentos que dan cuenta del trato al que fue sometido. El imperativo categórico de la seguridad nacional como taparrabos de miles de órdenes ejecutivas firmadas de su puño y letra por el presidente al que le quedan pocos telediarios, pero que se resiste a cerrar la colonia penitenciaria de Guantánamo. Por si fuera poco, debajo de ese billete del infierno se cuenta que miles de musulmanes fueron investigados antes de las elecciones que en 2004 volvieron a dar la victoria a Bush bajo el supuesto de que podían tener vínculos con el terrorismo internacional, esa vaca tan útil para la multifacética, eterna y nebulosa guerra contra el terror. La inmensa mayoría de los escrutinios acabaron demostrando que los sospechosos “no habían hecho nada malo”. Ah, el dichoso Leviatán que sabe lo que nos conviene y cómo hacérnoslo entender.

 

Dicen que la verdadera vida está ahí fuera, y no en las paginas con las que los periódicos practican en la realidad, o la envuelven. Una larga necrológica en el mismo “New York Times” escrita por Douglas Martin evoca la vida de William Wharton, que acaba de morir a los 82 años de un virus contraído en el hospital. A los 17 años ya atesoraba 250 canarios, pese a las recriminaciones de su madre. Cuando su padre comprobó que obtenía más dividendos de su venta que de su propio trabajo como carpintero le dejó seguir con sus delirios de pajarero. Pintor que firmaba con su nombre original, Albert du Aime, no publicó “Birdy”, su primera novela, hasta los 53 años y con el seudónimo que le hizo famoso. “No pensar en mí mismo como escritor me dio la libertad para serlo”. Los pájaros fueron la obsesión de su vida, y así descubrió, por ejemplo, que los ojos de un canario pesan más que su cerebro, un dato que acaso con algún gramo más de lucidez del que puedo excogitar a estas horas de la madrugada en la tierra caliente de Arizona tal vez sirva para explorar algunas sinrazones del carrusel contemporáneo. En una entrevista que concedió al diario británico “The Guardian” confesó Wharton que cuando su hija Kate encontró al hombre que se habría de convertir en su marido le preguntó por teléfono a su padre qué era el amor. Como era él quien pagaba la llamada, le dio una respuesta abreviada: “Por lo que yo sé, es pasión, admiración y respeto. Si tienes dos, tienes de sobra. Si tienes los tres, no necesitas morir para ir al cielo”.

 

Alfonso Armada

 

(Volver)

 

 

 

  Logo ABC
Copyright © ABC Periódico Electrónico S.L.U, Madrid, 2008.