Juan Carlos I Monarquía



REPORTAJES

Adiós a los héroes solitarios

El deporte español ha sustituido a los paladines románticos surgidos de la pobreza y la necesidad por modernos atletas bien preparados que compiten en múltiples disciplinas

JOSÉ CARLOS CARABIAS

A Mariano Haro comenzaron a llamarle el antílope de Becerril por su propensión a la vida silvestre. Corría libre y pobre como una gacela por la Tierra de Campos, de su pueblo a Palencia, dieciséis kilómetros, ir y venir. En la Castilla profunda, pueblos construidos en adobe, inviernos secos y gélidos, veranos cortos y achicharrantes, surgió un precursor de los atletas del altiplano, de la camada de Haile Gebrselassie, de los africanos correcaminos que llevan años colonizando las pruebas de aliento largo en las pistas del mundo. Unos meses antes de que muriese Franco, Haro había conquistado otra plata en el Mundial de cross. Pero aquella fue la última. Estiró su zancada un año más y dio portazo al atletismo, harto de tragar kilómetros y mendigar pesetas en un deporte aficionado al cien por cien. Se pasó a la política, donde adivinó un futuro mejor.

Mariano Haro era un héroe romántico, un fruto de la soledad, de la casualidad. Corría por necesidad y se hizo atleta. Como Manolo Santana. Recogía pelotas en un club y se hizo tenista gracias a su familia adoptiva, que invirtió sus papeles. Como Federico Martín Bahamontes, que nunca había salido de España y se trajo el reinado de la montaña del Tour 54. Como Severiano Ballesteros, que transportaba los palos de los aristócratas en Pedreña y así aprendió a embocar.

Así era el deporte en España en 1975. Unos cuantos apellidos espontáneos, inclasificables, incomprensibles en su génesis, provenientes de una vida cercana a la indigencia. Eso y el fútbol. Siempre omnipresente y popular, el fútbol, el Madrid, el Barça, el Atlético, las causas perdidas de la selección...

Un vistazo a los resúmenes del año 75 esparce al recuerdo nombres célebres de destino trágico. Urtáin fue suspendido a perpetuidad por bajo rendimiento deliberado en un combate. Perico Fernández abandonó ante el tailandés Mungsurin en una pelea por el título mundial y el escándalo derivó en una sanción indefinida. José Manuel Fuente llegó fuera de control a una etapa del Tour. Y también éxitos individuales, como el sexto título mundial de Ángel Nieto, el triunfo de Orantes en el Abierto de Estados Unidos o las medallas del nadador Santiago Esteva en los Juegos del Mediterráneo. Deportistas anacoretas, anclados en una improbable evolución, desprovistos de ayudas institucionales, sin apoyo de una empresa privada que escaseaba en el país, sin escenario para su entrenamiento. Sin el estímulo del dinero.

Los años ochenta ratificaron la querencia. Más protagonistas de índole particular que promovieron su deporte hasta las primeras páginas de los periódicos. Severiano Ballesteros ganó el Open Británico en 1979 con 22 años y descubrió el golf a un país analfabeto en la materia. Pronto surgió su clon, un aspirante a duelista: Chema Olazábal, que todavía perdura por el circuito y aún se da el gustazo de ganar (hace unas semanas, en Mallorca). Los herederos de Mariano Haro rebajaron la distancia de los éxitos. José Manuel Abascal (bronce en 1.500 metros en Los Ángeles 84) y José Luis González (plata en el Mundial de Roma 87) concursaron a la par mientras el país se calzaba las zapatillas junto a ellos. Ángel Arroyo y Perico Delgado acabaron con la siesta del verano en aquel memorable Tour de 1983, televisado en directo, al asalto del francés, aquel Fignon indomable de las gafitas y las malas pulgas. De la rueda de Ángel Nieto se descolgó un árbol sucesorio que perpetuó la especie, Ricardo Tormo, Jorge Martínez Aspar, Sito Pons, Carlos Cardús...

Chicos y más chicos. Una costumbre ociosa que dirigía la atención de forma unidireccional y obsesiva hacia el género masculino. La evolución social del país, la consolidación de la democracia y el acceso de la mujer al mercado laboral huyendo de los viejos atavismos del mandil y la casa, también se plasmó en la práctica deportiva. En los años setenta había florecido una rara avis, la atleta Carmen Valero, siempre pujante en los mundiales de cross. La disciplina que transformó los hábitos fue el tenis. Y dos chicas, Arantxa Sánchez Vicario y Conchita Martínez. El boom de Arantxa en Roland Garros en 1989, final ante Steffi Graf, aquella retahíla de «vamos, vamos», y esa voltereta rebozada en tierra símbolo de su triunfo ratificaron que algo había cambiado.

Mientras el mundo crecía, el auge de la televisión acercó a la retina de los aficionados todo tipo de deportes. La tele y el Plan ADO, una invención de Javier Gómez-Navarro que resultó un éxito total. La fusión de la empresa privada en promoción del deporte, a cambio de publicidad, depositó al deporte español en la cima, en su Tourmalet particular. El paraíso en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Trece medallas de oro, siete de plata y dos de bronce. España había ingresado en la modernidad. La recta mirando atrás de Fermín Cacho en la final de 1.500, el gol de Kiko y al fin un momento cumbre para la selección de fútbol, la fiabilidad de la vela (el seguro de vida en los Juegos). El público descubrió deportes inescrutables gracias a Barcelona 92: el tiro con arco, el judo, el hockey hierba femenino, el ciclismo en pista.

El inicio de los noventa fue la milla de oro. Después de una paciente siembra al amparo de Echávarri y Unzué, dos soñadores del pedal, nació el mito de Induráin. Pedro Delgado había ganado el Tour (1988) en una excitante aventura, pero lo de Induráin era otra cosa. El desfile imperial, la constatación definitiva de una superioridad, el orgullo de no acudir a Francia en minoría. Induráin era el punto de referencia, allí donde empezaban y terminaban los análisis, el elemento nuclear de una cita tan popular y gigantesca como el Tour. El navarro condensó en su personalidad serena, en su contundencia para la victoria, en su preparación metódica, siempre regular, sin echar mano de la inspiración al todo o nada, toda la escala de valores que había profetizado la prosperidad del deporte español. Desde la muerte de Franco, Induráin fue el primer gran gobernador español de un deporte puntero a nivel mundial. Corría y ganaba el Tour por sistema. Cinco seguidos hasta su declive en 1996.

Nunca faltaron los éxitos del fútbol en treinta años, la Copa de Europa del Barcelona en 1992, las Ligas de Campeones del Real Madrid desde que sepultó su sequía con la séptima (Ámsterdam, el gol de Mijatovic), pero no ha sido el fútbol el motor que ha dinamizado el deporte en España. Tal vez y, entre otras cosas, porque la selección española ha coleccionado decepciones y nunca ha aglutinado.

Triunfa el colectivo
El colectivo ha triunfado sobre el individuo. Detrás de Antonio Zanini llegó Carlos Sainz, sus dos títulos en el Mundial de rallys y sus desgracias. Al rebufo de Nieto, de los programas de promoción, de los castings en circuitos, han aparecido campeones ocultos como Dani Pedrosa. Al impulso de Fernando Martín, un pionero en la osadía americana de la NBA, una generación de aventureros sin ganas de pisar el freno. De un colectivo, la selección junior que ganó el Europeo 98 y el Mundial 99, surgió lanzado a los Grizzlies Pau Gasol, el único español que ha triunfado en la NBA. Hoy tiene caché de estrella y cobra 12 millones de euros al año, pero en aquel Mundial de Lisboa no fue titular. Del mismo trance grupal adquirió su celebridad Manel Estiarte, eterno goleador en Italia y en los Juegos, pero que ha pasado a la memoria por su oro en Atlanta 96 y su plata en Barcelona 92 al mando de la selección.

Gustavo Deferr y David Cal son los últimos héroes puntuales de su tiempo. Como el Guadiana, aparecen y desaparecen cada cuatro años, en los Juegos Olímpicos. El gimnasta, autor de dos medallas de oro en dos Juegos distintos (Sydney y Atenas). Y el piragüista, el mejor olímpico español, con un oro y una plata en una misma edición (Atenas).

El último genio proviene de su pasión, de su talento y de un esfuerzo progresivo, lentamente cocinado en la cantera. Fernando Alonso cumplió todos los requisitos de los jóvenes aspirantes a cracks de la Fórmula 1. Se educó en los karts, compitió en las fórmulas de promoción que tantos sueños han fracturado por infortunio o falta de dinero para el patrocinio, y dio pasos lentos pero seguros en la Fórmula 1 antes de alcanzar el edén en 2005. Un pionero moderno, sin hambre, sin miseria personal. Un tipo de su tiempo que dignifica las carreras de Mariano Haro camino de Palencia.

 


La transición de Barcelona 92

JUAN M. GASTACA
Subdirector ABC

El deporte español esperó a Barcelona 92 para hacer su transición. Lo hizo, también como en política, bajo el consenso, en este caso, de un país ilusionado y concernido. Fue aquella aventura olímpica la que marcó una línea pizarriana de especial grosor para deslindar con meridiana claridad un antes y un después: una edad de piedra, sombría y raquítica de palmarés, de la actual, plena de glamour con etiqueta internacional. Dejó, al pasar, el aroma de un éxito de ensueño que supo arrancar la implicación ciudadana. La metamorfosis de una apuesta convertida en cuestión de Estado. Y en su apoteósico desenlace nadie debería olvidarse de Samarach, posiblemente el mejor olfato sociopolítico jamás conocido, artesano de la convivencia desde esa privilegiada atalaya que representa el deporte olímpico para entender los salones de las cancillerías. Escenificó la catarsis para la entonces debilitada dinamización del deporte español. Y, sobre todo, alumbró la génesis para su financiación futura de la mano de la iniciativa privada.

Sustentada en las gestas individuales, sobre todo, la España deportiva se ha encaramado a la elite mundial. Dispone de una base de futuro sólida, concienciada con la educación física, que se antojaba quimérica hace 30 años en miles de colegios sin chándal. Pero, ante todo, le sostiene la atracción de esos espectáculos mediáticos generadores de negocio y de idolatradas figuras que retroalimentan con sus hazañas en el aficionado la pasión, convertida en el alma de cualquier deporte.

 

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