Mucha cantidad, poca calidad Manuel Martín Ferrand No conviene olvidar, que la memoria colectiva tiende a frágil, que Adolfo Suárez –¡el 22 de marzo de 1975!– tomó posesión como vicepresecretario general del Movimiento luciendo la camisa azul, tal y como le indicó el ministro del ramo, Fernando Herrero Tejedor. La democracia española era todavía el sueño de unos pocos, el temor de muchos y, posiblemente, un proyecto estratégico que, con epicentro en el Palacio de la Zarzuela, trascendía de las fronteras nacionales. La Universidad era entonces, y lo fue hasta bien consolidado el planteamiento constitucional, un controlado foco de inquietud. Baste recordar su condición de núcleo de minorías. En toda España existían únicamente trece Distritos Universitarios a los que había que añadir los dos núcleos de inspiración clerical, el muy veterano de los Jesuitas y el más nuevo del Opus Dei. Ya en el tardofranquismo, con José Luis Villar Palasí de ministro de Educación, surgió la fiebre de la creación de nuevas facultades en las Universidades existentes y, simultáneamente, con la ayuda de muchas, nuevas y mejor dotadas becas académicas, los campus existentes empezaron a poblarse. Más tarde, primero con la UCD y después con el PSOE, empezaron a nacer nuevas Universidades. Las públicas sobrepasaron pronto las cinco docenas de rectorados y las privadas, incontables, rápidamente fueron perdiendo su condición minoritaria en busca de la excelencia y se convirtieron, salvo alguna honrosa excepción, en un negocio mejor que en un manantial de conocimientos. Así, lo que parecía un bien deseable, pasó a ser un mal inesperado. La masificación del alumnado y la no menor del profesorado nos ha llevado a ser la Nación de la UE con más número de universitarios por mil habitantes y, convertidos los centros en gran aparcamiento juvenil, se da la lamentable circunstancia de que, en España, un título superior constituye hoy un obstáculo añadido para la conquista de un puesto de trabajo.
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