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Cixí, una concubina que reinó entre eunucos

Era una más el harén del emperador pero consiguió gobernar China con inteligencia finísima y brazo firme

Cixí, una concubina que reinó entre eunucos ABC

LAURA REVUELTA

China, pocos países tienen un nombre tan corto y un pasado tan complejo. Una historia tan larga, recta y tortuosa, inabarcable, como su Muralla. Cixí, pocas mujeres han tenido un nombre tan corto y un poder tan omnímodo. Aunque lo enunciado suene entre cursi y de perogrullo, tomen estas cinco líneas como si se tratara de uno de esos proverbios que aparecen escritos en los envoltorios de las galletitas del restaurante chino de la esquina, en cuya aparente simpleza se esconde una sabiduría que se come con palillos. Un ejercicio de equilibrios sutiles. Como este otro que apunta que no conviene observar el mundo al igual que si uno fuera una rana dentro de un pozo. Cixí y China; China y Cixí, tanto monta, monta tanto. Aquí, tienen no un proverbio sino un refrán castellano de pura cepa, de la estirpe de Isabel la Católica. Otra mujer con letras de oro en el dobladillo de su túnica de oropeles. Cixí y China, que casi parecen la misma palabra, vivieron en paralelo la segunda mitad del siglo XIX y casi toda la primera década del siglo XX, hasta el año 1908, en que ella muere. Acaba su relato -el de una China que alumbra modernidades bajo sus cuatro letras (Cixí)- y empieza el de Puyi -de cuatro letras también aunque de distinto valor y significado-, que Bertolucci llevó al cine en «El último Emperador».

El décimo día del mes lunar

Cixí viene al mundo de los vivos, al del poder, en el año 1852, cuando con dieciséis años el emperador de turno, Xianfeng, de la dinastía Quing, la elige como una concubina más entre una corte de concubinas cuyo número variaba a gusto del consumidor. Hasta la fecha no es que hubiera pertenecido al mundo de los muertos, pero la diferencia entre morar en el recinto de la Ciudad Prohibida o en los «hu-tong» de los alrededores, donde ella nace el décimo día del décimo mes lunar, resulta abismal, a años luz. Como si la rana del citado proverbio hubiera salido del pozo para ver el cielo en toda su plenitud, no un mísero pedazo. Cixí es una rana, como la de los cuentos de tradición occidental, que al besarla no se convierte en príncipe sino en emperatriz de la China milenaria, kilométrica y riquísima en potenciales infinitos que quieren ser asaltados una y otra vez desde unas fronteras cerradas a cal y canto. Cixí pasó de vivir entre callejas y estrechos callejones con humildes barracas -esas que el Pekín del siglo XXI se ha llevado por delante para construir rascacielos de talla mayúscula y un vacío existencial más mayúsculo si cabe- a poblar el Palacio Imperial más grande del mundo, 720.000 metros cuadrados, rodeado por un muro de diez metros de alto y nueve de ancho, y gobernar sobre unos inmensos territorios donde el atraso era tan milenario como los proverbios de Confucio. Un imperio agrícola enfrente de otro imperio que había encendido las máquinas de la Revolución Industrial y otras revoluciones culturales y sociales: Occidente.

Bondadosa y alegre

Para que ustedes se hagan una idea, si Gran Bretaña tuvo por aquellos años a la Reina Victoria, China tuvo a Cixí. Pero hasta llegar a este punto histórico de paralelismos, Cixí tuvo que mover y remover muchos cimientos en la Ciudad Prohibida y en la China también prohibida a las mujeres. Y ambos destinos se juntaron el 6 junio de 1866 cuando la Monarca británica que tenía un imperio a sus pies y en sus manos anota en su diario: «Recibí a los enviados chinos, que están aquí sin credenciales. Su jefe es un mandarín de primera clase. Se parecían a las figuras de madera y pintadas que se ven». Y el citado mandarín (el emisario o embajador de Cixí, Binchun) zanjó su sorpresa con estas palabras: «Los edificios y aparatos están construidos y hechos con mucho ingenio y son mejores que los de China. En cuanto a la forma de gobernar, aquí existen muchas ventajas. Fui a la gran cámara del Parlamento, allí, 600 personas elegidas en todos los rincones del país se reúnen para debatir los asuntos públicos». China quería copiar lo bueno de Europa y Europa consiguió facturar pingües beneficios en China una vez zanjadas las guerras del opio y otras contiendas arancelarias. Se hizo la paz y no la guerra.

Cixí, cuatro letras que se traducen por bondadosa y alegre, no tiene en su haber muchas muertes ni envenamientos como otras reinas madre que ha habido en la Historia. Reseñemos uno mayúsculo, el de su hijo adoptivo, Guangxu. Como concubina fue la única que le dio un heredero al emperador Xianfeng, Tongzhi. Como consorte, junto a la Emperatriz Zhen, su cómplice, gobierna con brazo firme e inteligencia finísima sin poder mirar a los ojos de los hombres, de los mientros del Consejo Asesor, detrás de un biombo y rodeada de altos y apuestos eunucos, a los que haría sus amantes. Si el emperador tuvo concubinas, Cixí, eunucos. Absurdas y machistas constumbres que ella se pasa por el forro del quimono siempre que se interpusieron en sus honorables ambiciones de sacar a China de ese pozo desde el que solo se ve un trozo de cielo.

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