Distorsionar la tradición no es inteligente

Históricamente la relación de la izquierda con la religión ha sido conflictiva, al considerarla como parte del sistema de creencias y valores que imponían las clases dirigentes minoritarias sobre la mayoría oprimida. En Europa ha sido plenamente asumida la laicización de los poderes públicos, correlativa de la secularización de la sociedad. En España el conflicto fue más agudo durante la Segunda República cuyos gobiernos no evitaron los conflictos religiosos, enajenando el apoyo del mundo católico, que llegó a bautizar como Cruzada al levantamiento militar. La dictadura utilizó al poder eclesiástico como herramienta de control social durante las dos primeras décadas.

En las democracias avanzadas ni la religión mediatiza la vida pública ni los poderes públicos se inmiscuyen en la práctica religiosa. Sin embargo en los últimos años se prodigan polémicas de difícil explicación a cuenta de la versión que hacen algunas instituciones de los actos religiosos. En especial durante la Navidad. Ocurrencias como el cambio de sexo en una escenificación viviente de la Navidad, en las cabalgatas de Reyes, abundancia de símbolos separatistas en algunos portales catalanes, interrupción violenta de actos de culto, etc . El Ayuntamiento de Barcelona ha situado un belén sobre veinticinco postes y a cada uno le ha añadido una palabra que definiría al buen catalán. Son los mismos conceptos que definen al buen ciudadano de cualquier lugar del mundo, pero lo que importa es utilizar símbolos amables generalmente aceptados para introducir el propio mensaje.

Son probablemente ocurrencias de algunos políticos poco cultos, pero se añaden al clima de crispación habitual. Ninguna ley obliga a los municipios a organizar espectáculos basados en tradiciones religiosas, como no los obliga a inventarse ceremonias sustitutivas de otras tan genuinamente religiosas, como los bautizos. Sólo la celebración de matrimonios civiles es potestativa de los municipios.

Las tradiciones se mantienen colectivamente cuando son compartidas y evolucionan con la sociedad a lo largo de los siglos. Las ocurrencias pasan pero ni ayudan a la concordia ni alteran nada esencial, sólo caracterizan a sus autores como intolerantes. Los políticos más inteligentes suelen integrar las tendencias religiosas en su propia estrategia, sumando y no confrontando. Entre otros motivos porque las confrontaciones tienen costes electorales y apenas proporcionan réditos.

En el extremo contrario, en Galicia, una confesión minoritaria como la musulmana con 17.000 fieles, no dispone hasta la fecha de ningún cementerio en el que sepultar a sus muertos de acuerdo con los ritos propios. Nadie se rasga las vestiduras, ni promueve campañas ni considera que la igualdad de derechos sea aplicable. Incluso existe un acuerdo parlamentario que no ha producido efectos. Tampoco los 1.800 estudiantes de esa confesión con derecho a recibir enseñanza religiosa, la están recibiendo. A fin de cuentas son inmigrantes, culturalmente segregados y políticamente irrelevantes.

A diferencia de las sociedades teocráticas o de las dictaduras, donde los valores dominantes se imponen coercitivamente, los valores laicos de una sociedad avanzada se afirman por su fuerza integradora, no uniformadora. Bajo su amparo pueden coexistir otros sistemas de valores religiosos, políticos, morales o culturales con el único límite del respeto a las leyes. El laicismo debe amparar la libertad de ideas, también religiosas y no combatirlas . El culto, la enseñanza, las costumbres, las prácticas de vida, no se imponen desde el poder. Para conseguirlo no es necesario que los políticos sean muy cultos. Basta con que no sean absolutamente incultos.