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Paseo por la Barcelona del kitsch

Anna Pujadas reúne en un libro las opiniones sobre el paisaje urbano de una treintena de expertos

Las columnas de Puig i Cadafalch INÉS BAUCELLS

SERGI DORIA

Kitsch... Palabra alemana acuñada a finales del XIX y popularizada, entre otros intelectuales, por Moles, Dorfles y la Escuela de Frankfurt del inefable Adorno. Decir «kistch» es decir falso, de baja estofa, sentimentaloide, trivial, masificado, simplista y banalizado. Pero no hay que ser tan dogmáticos, advierte Anna Pujadas. Al fin y al cabo, el kitsch impregna nuestros momentos de felicidad: no siempre implica mal gusto; puede ser, también, una parodia de la ideología dominante.

En «Kitsch Barcelona» (Ajuntament de Barcelona), esta teórica del diseño despliega una treintena de opiniones -“no siempre amables y a veces decididamente críticas”- acerca de nuestro paisaje urbano. Antropólogos, arquitectos, artistas, cocineros, filósofos, geógrafos, e historiadores codifican el kitsch barcelonés. Empecemos por lo más fácilmente kitsch, los «souvenirs» de «trencadís». «En Barcelona tenemos el kitsch Gaudí, como en Viena el kitsch Klimt y en Glasgow el kitsch Mackintosh», apunta Isabel Campi. La presidenta de la Fundació Història del Disseny completa su observación con la Font Màgica de Buigas: «Su cromatismo pastel, coronada por el edificio neobarroco y de cartón piedra del Mnac...». Y ya que estamos en Montjuïc, el kitsch se manifiesta en la réplica de las cuatro columnas que erigió Puig i Cadafalch en 1919.

A juicio del crítico Jeffrey Swartz, una forma de falsear la Historia: «Se oculta que existían en otra ubicación durante la Exposición del 1929 (delante del pabellón Mies van der Rohe ). Argumentar que Primo de Rivera las hizo derribar demuestra que las columnas actuales no pueden simbolizar lo que supuestamente simbolizan». Josep Bohigas nos lleva a la plaza Catalunya para señalar el kilómetro cero del kitsch municipal: la nube de «trencadís» de «Barcelona Inspira» es, para el arquitecto, «la quinta esencia de la vulgaridad acrítica».

La Gamba de Mariscal, otro emblema kitsch EFE

El estilo «kistchy», explica Pujadas, pretende acercar al público masivo una experiencia estética privilegiada con el menor esfuerzo. No todo es demonización. El filósofo Gerard Vilar percibe en las tiendas de souvenirs «la república democrática de los gustos». En el museo del Barça, el más visitado de Cataluña, todo es kitsch, opina el arquitecto Raúl Oliva. Si nos vamos de copas, los ejemplos de kitsch clásico sería el Bar Kentucky de la VI Flota, el Pastís, o La Concha, con sus fotos y carteles de Sara Montiel; pero también el Hotel Camper, añade la historiadora Martina Millà.

Kitsch tradicional es la Dama del Paraigua, el Arco del Triunfo o el Poble Espanyol. La torre de Telefónica en la Anella Olímpica representaría un supuesto buen gusto (o un gusto homologado con la modernidad) que es en realidad kitsch, banal, subraya Àlex Mitrami: «Por ejemplo el futurismo exhibicionista de Calatrava». Otra cosa es el Poble Espanyol; el crítico de arte lo considera «una escenografía pionera, un precursor de la posmodernidad: es un kitsch amable y honesto».

Si el kitsch es impostura, su skyline son los rascacielos de Diagonal Mar, indica el historiador Xavier Cazeneuve. Las suites Avenue Luxe de Toyo Hito del paseo de Gracia es, según Anna Pujadas, un «rekitsch»de la Casa Batlló. La prohibición del los toros acabó de condenar a la plaza de las Arenas que el geógrafo Toni Luna observa «domesticada como centro comercial para los turistas».

El parque temático historicista que patrocinó el Noucentisme en el Barrio Gótico devino kitsch en 1927 cuando Joan Rubió proyectó el puente neogótico que une el palau de la Generalitat con la Casa dels Canonges: «El estilo gótico florido del puente contradecía la sobriedad de la arquitectura gótica catalana y producía un efecto postizo», remarca Pujadas.

La «grapadora» de Glòries EFE

Kitsch de ayer y de hoy. El profesor de arte de la UAB, Joan Minguet, abomina de la obra de Mariscal: «No tiene ninguna fuerza transformadora, y si el arte no transforma se revela caduco...». La posición pública del artista, “pretende ser progresista, incluso bohemia, pero siempre avalada por las instancias del poder”. Tampoco se salvaría de la etiqueta kitsch el gato de Botero en la Rambla del Raval, los «mistos» que Claes Oldenburg nos vendió como Pop Art y el «Mitjó» de Tàpies. «Es kitsch por el coste elevadísimo de su materialización lejos de lo que realmente quería representar: otro ejemplo de retórica estética porque sí», remata el arquitecto Oliva.

Si la Barcelona de los ochenta se reinventó como capital del diseño, la Grapadora de las Glorias es para Minguet un museo desperdiciado: «Es kitsch la mezcla entre piezas y colecciones que forman parte de la tradición de las artes decorativas y las del mundo del diseño». Su conclusión es una dolorosa vacuna contra la autocomplacencia del escaparate: «Una ciudad que intenta vender siempre su modernidad de formas –recordemos el lema de ‘Barcelona posa’t guapa’- acaba haciendo un museo anticuado, premoderno y, por lo tanto, kitsch».

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