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Salvador Sostres - Todo irá bien

Las lionesas de crema

«Sólo las lionesas de crema escapan del submundo de los postres y consiguen ser la metáfora de una esperanza concreta»

La lionesa de crema es la metáfora de todas las dulzuras. La pasta tiene que ser consistente en la bandeja pero que fácilmente se deshaga en la boca, un poco como el pan de misa, un poco como las oraciones que al decirlas se nos vuelven líquidas y somos fluidos hacia Dios. La lionesa de crema es la única expresión dulce que contiene la metáfora de algo superior, una idea que toma cuerpo, y merecería ser un plato salado y no esta retórica tan de perdedores que es el postre.

La crema densa, que no se desparrame, pero que se vuelva amable en paladar, que fluya y no se arrastre. Si una lionesa no es perfecta, no es una lionesa, es un chucho. En Natcha las hacen bien, porque la pasta nunca está humedecida por haber estado guardada en una nevera demasiado fría; y la crema tiene esta doble textura, consistente en la apariencia y luego como la mantequilla entre el paladar y la lengua.

La lionesa de crema es pequeña en su tamaño e inmensa en su proposición de felicidad, parece que te sonría con su boca abierta que sólo quiere tu boca, es dulce pero sin que demasiado azúcar la torne cursi, y tiene una perfección redonda, acabada, que se justifica en sí misma sin que le hagan falta adornos, complementos, acompañamientos y todo aquello con que con tanta impotencia tratamos de apuntalar lo que simplemente no se sostiene.

No es el caso de la pequeña lionesa, tersa y suave, prometedora, que está hecha de la medida de tu boca, que resume el mundo en su tacto y en su sabor. El punto levísimo del cítrico, la caricia de la canela. El tacto amoroso de la pasta, siempre un poco crujiente. Tan prodigiosa es la lionesa de crema que tendría que haber salido en el Génesis. Así a Adán no tendríamos que haberle arrancado una costilla para poder hacer a Eva y habría bastado con que le pidiéramos una lionesa de crema. Yo creo que a todos nos habría ido mucho mejor.

Las lionesas de nata o de chocolate son deprimentes subproductos, perversiones, y más que en el Génesis merecerían aparecer en algunos canales tontorrones de internet. Ni tienen la textura, ni tienen el color, ni tienen la doble textura perfecta de la crema. Su boca está demasiado abierta, y si miras bien su sonrisa, verás que es falsa. Sólo la contención severa de la crema -y tan explosiva luego- contiene el resumen del mundo que nos convoca y nos eleva. Sólo las lionesas de crema escapan del submundo de los postres y consiguen ser la metáfora de una esperanza concreta, tiernísima y salvaje, como si todo nos lo pudiéramos decir de un bocado, y todo pudiéramos comprenderlo, y lo demás no importara.

La ración es de 4. La primera, para saciar el deseo; la segunda, para recordar lo que nos hace felices; la tercera para alargar ese instante de profunda felicidad que nos reúne con lo que de verdad queremos, y la cuarta porque siempre hay que decir adiós. Siempre, aunque cueste, con lo buena que eres, crema. Siempre hay que despedirse porque nada dura eternamente ni mucho menos lo perfecto. Siempre hay que despedirse y no porque ya no nos queramos ni porque nos aguarde algo mejor.

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