Hazte premium Hazte premium

Pablo Nuevo - Tribuna abierta

Contra la corrupción

Hay que poner de manifiesto que hay corrupción política porque hay corruptores

A estas alturas nadie podrá negar que la corrupción en España está asolando la vida pública. No se trata únicamente de que este fenómeno comporte una lesión significativa del erario público (así, organizaciones independientes cifran en varios miles de millones de euros el coste anual de la corrupción), sino que la generalización de la percepción de que es un mal sistémico, y no una mera acumulación de actos individuales, está contribuyendo a deslegitimar el sistema constitucional. De ahí que afrontar el mal de la corrupción constituya, en estos momentos, no sólo un imperativo moral, sino algo necesario para combatir los diversos populismos que, al hilo del “todos los políticos son iguales”, se extienden por nuestro país.

De entrada, para combatir la corrupción es preciso realizar un diagnóstico adecuado de este fenómeno. Es cierto que está en la naturaleza humana la capacidad de elegir algo aún a sabiendas de que es moralmente ilícito; no obstante, cuando la corrupción alcanza umbrales como los que ha alcanzado en España en las últimas décadas hay que pensar que no se trata tan sólo de debilidad humana, sino que algo tendrá que ver el diseño institucional en ello.

Así, debería relacionarse el desarrollo de la corrupción con la desarticulación de todos los mecanismos de control que establecía el Derecho administrativo clásico, a la par de la extensión a casi todos los niveles administrativos de múltiples cargos de confianza. En este sentido, a nadie debe de extrañar que cuando los partidos ocupan las diferentes Administraciones Públicas, a las que se ha privado de los instrumentos para fiscalizar la actuación de los responsables políticos, parte de los políticos aprovechen la situación para enriquecerse al margen de la ley.

Este fenómeno, además, se ve agravado si -como ha sucedido en España- se extiende el poder de los partidos a las llamadas Administraciones independientes (CNMV, CNMT, etc.) y al propio poder judicial, mediante un sistema de reparto de cuotas para trasladar los resultados de las urnas a instituciones que, precisamente para poder ejercer una auténtica fiscalización, deben tener un cierto sentido contramayoritario (pues es quien está en mayoría quien se encuentra en la posibilidad de usar el poder alcanzado para fines espúreos).

Además, hay que poner de manifiesto que hay corrupción política porque hay corruptores: si bien normalmente el foco de atención se pone en los servidores públicos que se enriquecen con negocios ilícitos realizados al amparo de sus cargos, hay que resaltar que esos negocios son en gran medida realizados con sujetos privados que, esperando alcanzar alguna ventaja del poder político (y así “engancharse” de alguna medida al presupuesto público), se aproximan a los políticos para “compartir” con ellos parte de las ventajas que la decisión política comporta. Esto sucede porque en un Estado tan intervencionista como el que padecemos la voluntad política tiene una capacidad enorme para decidir el resultado de negocios privados: desde qué aprovechamiento puede tener una parcela a dónde puede ser rentable invertir (en función de subvenciones, primas a la producción, etc.). Como han resaltado los estudios al respecto, la alteración de un sistema de libre empresa no sólo es menos eficiente, sino que genera corrupción, pues la rentabilidad no depende sólo del esfuerzo, la innovación y el trabajo sino que está en función de los contactos con los servidores públicos.

Partiendo de este diagnóstico, el camino para erradicar la corrupción muestra que, además de perseguirla allí donde se produzca, es necesario despolitizar la Administración y restaurar su sujeción a la legalidad, reconducir a los partidos políticos a su finalidad constitucional y acabar con su ocupación indebida de todo el entramado institucional, y, además, ampliar la libertad económica para que el beneficio no dependa de la voluntad arbitraria de los políticos de turno.

Camino que, por cierto, coincide con principios no siempre debidamente seguidos por el centro derecha. Si el centro derecha quiere ser creíble en la lucha contra la corrupción además de limpiar lo que haya de limpiar es preciso que recupere lo mejor de su tradición reformista y lleve a cabo estas reformas que, si bien implicarán cierta pérdida de poder para los políticos, dificultará la repetición de casos de corrupción. Y es que, de nuevo, la fidelidad a los principios -y no el simple aspirar a gestionar un poco mejor el socialismo- permitirá defender, sin complejos, el Estado constitucional ante el populismo que nos acecha.

Pablo Nuevo.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación