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Sergi Doria

Se acabaron las sonrisas

Lo que se nos vendió como la «revolució dels somriures» es ahora la imposición del «morro fort» del Segadors

"Esteladas"en la manifestación contra el terrorismo de Barcelona el pasado fin de semana EFE

En la comparecencia de Rajoy en el Congreso, Joan Tardà afirmó que la peor de las corrupciones es la «corrupción de la verdad» que atribuye, como no, al Estado Español. Después de arrancar carcajadas al decir la República Catalana se funda porque están hartos de corrupción, el diputado «arrauxat» citó como fuente de autoridad la canción del Club Super 3: «No tinc por de res / ser valent és molt millor / que tenir força». ¿Ser valiente o insensato, Joan? Tardà condena la corrupción «sistémica» española mientras gobierna en Cataluña con el partido del 3 por ciento en Junts pel Sí. Sobre la «corrupción de la verdad» se puede hablar largo y tendido por estos pagos. La verdad se corrompe cuando se dice a medias. Corromper la verdad es mediatizarla con «astucias» dialécticas –de eso sabe algo Artur Mas–, eufemismos, información incompleta -consejero Forn y subordinados; y, lo que es peor, banalización de los conceptos políticos: «Quienes se oponen al referéndum (ilegal) no son demócratas».

El portavoz Turull se queja de que el Estado no les deja comprar urnas mientras que en otras autonomías pueden ejercer ese derecho y corrompe la verdad. Las urnas que la Generalitat pretende no son para un acto administrativo legal, sino para cargarse la Constitución y el Estatuto. Turull sigue la senda del Astut Mas y de Carles Puigdemont, el hombre que nunca debió dejar Gerona. En una entrevista, este devoto de los «xuxos» pasteleaba con la politología: «El concepto de desobediencia es equivocado. Nosotros creemos en el Estado de Derecho, pero siempre en un sistema de democracia y libertades, que son las que permiten que las legislaciones, las constituciones, vengan siempre de la voluntad de la gente». Verbigracia: el Estado de Derecho, democracia y las libertades, las legislaciones y las constituciones dejan de ser vigentes cuando la «gente» –los secesionistas– decide quebrar esa legalidad que no les gusta.

«¡Viva la gente! La hay donde quiera que vas. Viva la gente es lo que nos gusta más», cantaban los cursis en los años setenta. Mentar en política a la «gente» en lugar de la ciudadanía revela la catadura populista de quienes promocionan ese término. Tarradellas se dirigió a los ciudadanos de Cataluña; Pujol lo cambió por «el pueblo», por no decir el pueblo escogido. Carod Rovira, al referirse a los suyos en la época del Tripartito hablaba de la «bona gent», de lo que se infería que el resto era «mala gent». Suponemos que esa «gente» que invoca Puigdemont es la que reventó la manifestación del sábado 26 de agosto. Una manifestación que debía ser de condena del terrorismo yihadista convertida en un venenoso mejunje entre el «No a la guerra» y la Diada. Las pancartas que asociaban al Rey con el comercio de armas con Arabia Saudí daban mucha grima en la ciudad del Barça que lució tantos años el patrocinio qatarí. ¡De vergüenza, señor Puigdemont! ¡Con la de veces que usted se ha sentado en esa tribuna!

Experimentados en el «agitprop», la «gente» de la ANC y Òmnium supieron ocupar la «pole position» de la mani y la selva de pancartas y esteladas salió en todos los medios de comunicación. Pero la gloria duró los quince minutos de Warhol. Caducada la emoción, la reflexión a posteriori concluye que los «rebentaires» faltaron al respeto de los quince fallecidos –de España, Italia, Portugal, Estados Unidos, Canadá, Alemania y Australia- más otra víctima alemana que al día siguiente elevó la cifra a dieciséis. Si los del Procés querían salir en la foto, quedaron bien retratados ante el mundo.

Lo que se nos vendió como la «revolució dels somriures» –el club Super 3– es ahora la imposición del «morro fort» del Segadors. Como había que apretar el acelerador en la huida hacia delante, los del «Viva la gente» han evacuado su Ley de Transitoriedad para desconectar con la enojosa obediencia al Estado de Derecho y montarse un tinglado jurídico «ad hoc». Como lo importante es la «gente», sus promotores pasarán del Parlament y, «si cal», aprobarán sus engendros vía decreto. Y como se acabaron las sonrisas, a quienes les lleven la contraria –ciudadanos o medios ajenos a la Prensa del Movimiento– los acusarán de enemigos… de la gente.

Ahora se trata de dar cada día una patada a la legalidad constitucional. Flanqueado por una Esquerra pujante y la CUP empujando, un PdeCat condenado a residual en unas elecciones con urnas legales, reza para que el Estado active el 155 y suspenda –con malas maneras si es posible– el Estatuto que ellos ya se disponían a abolir. El nacionalismo es portador de agravios eternos: una forma, como otra, de vivir de las medias verdades.

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