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Artes&Letras

El viaje a ninguna parte

«Marazuela consiguió ese admirable estado, reservado a una escasísima minoría, en el que vida y oficio se mezclaron y confundieron en perfecta armonía, contribuyendo a perfilar o completar la integridad de una persona»

JOAQUÍN DÍAZ

Los recuerdos que me unen a la figura de Agapito Marazuela tienen que ver fundamentalmente con su carrera como intérprete, carrera que sólo alcancé a conocer en su segunda etapa, es decir a partir de la publicación de su Cancionero en 1964 y del consiguiente «descubrimiento» de sus talentos como dulzainero por parte de la sociedad española. En 1968, y después de visitarle en Segovia, acordé con él grabar algunos de sus temas y, sobre todo, entrevistarle acerca de sus andanzas por Castilla en los años 20 que dieron como resultado el mencionado Cancionero. Pese al respeto lógico que su personalidad suscitaba hubo una buena sintonía entre nosotros que se manifestó en múltiples ocasiones.

Precisamente esa buena sintonía fue la que me animó a elegirle, entre otros pocos músicos tradicionales de la época, para representar a la música folklórica española en un magno festival que se iba a celebrar en Washington en 1976 bajo los auspicios de la Smithsonian Institution. Su director por entonces, Ralph Rinzler, me había encargado en un viaje previo a Madrid en 1974, que acompañara a Anna Lomax en el recorrido que la hija del folklorista americano iba a hacer por algunas regiones de la península. El objetivo fundamental de ese viaje era, por un lado retribuir a algunos de los informantes que su padre había dejado sin pagar en 1952 y por otro conocer a los músicos que habrían de desplazarse a EEUU y llevarse una muestra grabada de su arte.

La entrevista a Agapito se hizo en la «cátedra» que dirigía con el patrocinio de la Diputación segoviana y de la Caja de Ahorros, y la grabación de los temas musicales en casa de su discípulo Joaquín González. A ambas sesiones asistió el periodista Carlos Blanco, buen amigo de todos y defensor eficaz, entonces y siempre, de la figura de Marazuela.

Marazuela iba a representar a la música folclórica española en un magno festival en Whasington que no llegó a celebrarse

Como he escrito en alguna ocasión, Anna Lomax quedó entusiasmada con el resultado de la visita y se acordó allí mismo que dulzaina y tamboril estuviesen presentes en el verano de 1976 en el «Smithsonian Folklife Program», representados por Agapito Marazuela y Joaquín González. La cita era importante porque Ralph Rinzler, quien había dirigido el festival de Newport durante años antes de incorporarse a la Smithsonian, tenía la intención de hacer un gran encuentro que vinculara pasado y presente con motivo del bicentenario de los Estados Unidos. El festival, que duraría tres meses y sería uno de los más importantes eventos culturales -por no decir el más- en la capital del país más influyente del mundo, podía haber sido un escaparate espléndido para la cultura española. Las raíces europeas debían estar presentes en esa ocasión y tanto Ralph como Anna sabían que las que vinculaban a España con los Estados Unidos tenían en la vieja Castilla a sus mejores embajadores en las personas de Marazuela y su discípulo...

La muerte de Franco y los cambios sociales y políticos dieron al traste con todo. El decreto sobre el nuevo tratado de cooperación no salió hasta diciembre de 1976 y todo el esfuerzo y los acuerdos anteriores quedaron diluidos como un terrón de azúcar en un vaso de agua. La Smithsonian Institution decidió por fin que España no estuviese presente en aquella conmemoración pues los cambios de personas y la falta de contactos responsables hacían inviable la solución de problemas básicos para llevar a buen término el evento. Por mi parte traté de explicar la situación a los músicos -muchos de ellos mayores pero muy ilusionados con haber hecho el viaje- y hasta ahí llegó la aventura, que acabó con mis sinceras disculpas por haberles embarcado en un periplo tan corto.

Fue un bastón inexpugnable en defensa de lo patrimonial frente a los caprichos de la novedad

En una publicación reciente de la Diputación de Segovia tuve la oportunidad de saldar esa deuda pendiente y de manifestar mi admiración y respeto por el gran músico segoviano.

Y es que Marazuela consiguió ese admirable estado, reservado a una escasísima minoría, en el que vida y oficio se mezclaron y confundieron en perfecta armonía, contribuyendo a perfilar o completar la integridad de una persona. Agapito fue un hombre íntegro a quien se obligó, más a menudo de lo necesario, a mostrar y demostrar que su vida estaba firmemente asentada sobre unos principios éticos en cuyas esencias basaba la seriedad de su carácter y la fuerza de su comportamiento.

Además de eso, que ya le hubiese convertido en un ser especial, Agapito fue un hombre enamorado de su oficio y convencido de la importancia social y humana que la defensa de ese oficio podría tener en la sociedad de su tiempo y en la prolongación natural de sus resultados. Con un orgullo inusitado, Marazuela pregonó siempre la dignidad del músico en el mundo rural y la necesidad de prepararse más y mejor para responder con propiedad a la llamada del arte con mayúsculas. Sólo de ese modo se explica su defensa casi en solitario de la tradición y del patrimonio común, frente a una sociedad preocupada por otros temas mucho más banales y prosaicos.

La postura personal y profesional de Agapito, sin fisuras ni vacilaciones, salvó muchas formas antiguas del olvido injusto

La postura personal y profesional de Agapito, sin fisuras ni vacilaciones, salvó muchas formas antiguas del olvido injusto y preparó el natural advenimiento de otras generaciones que no vieron ya en lo patrimonial un aparente castigo de la historia, sino el mejor premio a la fidelidad de la sangre. Entonces como ahora Agapito Marazuela fue un ejemplo impagable, un bastión inexpugnable en defensa de lo patrimonial frente a los caprichos de la novedad, una figura heroica en cuyo espejo siempre limpio puede mirarse quien crea en el reflejo de la identidad y en la primacía del conocimiento.

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