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Artes&Letras

Ricardo Gullón: recuerdos inéditos de un premio Príncipe de Asturias

El ensayista y académico leonés dejó escritos apuntes biográficos conservados en la biblioteca de Astorga. Los papeles permiten conocer mejor su personalidad y su época, desde su juventud hasta su llegada a la Universidad de Puerto Rico, donde trabajó con Juan Ramón Jiménez

José Luis Pinillos y Julián Marías acompañan a Ricardo Gullón (derecha) en su ingreso en la Real Academia Española, en 1990 ABC

JAVIER HUERTA CALVO

Entre los papeles de Ricardo Gullón (Astorga, 1908-Madrid, 1991) , depositados en la Biblioteca Municipal de Astorga, se encuentran unos apuntes autobiográficos que parecen incompletos pero que resultan de enorme interés para conocer mejor la personalidad de la que fuera gran figura del ensayismo literario contemporáneo y, de paso también, un siglo xx que él vivió casi en plenitud: desde los años de su adolescencia, junto a Luis Alonso Luengo y los hermanos Juan y Leopoldo Panero -el cuarteto de amigos escritores que constituirían la que, en unas célebres «terceras» de ABC, Gerardo Diego llamó Escuela de Astorga -, hasta su llegada a la Universidad de Puerto Rico, a principios de los 50, donde tuvo la inmensa fortuna de trabajar al lado de Juan Ramón Jiménez. En medio, el periodo agitado pero apasionante en el Madrid de la Segunda República, la guerra en Alicante al servicio del ejército republicano, y finalmente la posguerra en el Santander de los años 40.

La Guerra Civil ocupa quizá el lugar más destacado de estas memorias, pródigas en detalles sobre los primeros momentos del fracasado golpe de estado y la represión consiguiente: la quema de conventos, los «paseos» y las sacas de los considerados quintacolumnistas, a veces de políticos republicanos de tendencia moderada, como Melquíades Álvarez, la actividad de las checas… En noviembre de 1936 toma declaración nada menos que a Valdés Larrañaga, uno de los fundadores de Falange Española y luego hombre prominente del régimen franquista. Pero su peor experiencia como fiscal es cuando ha de ir a la cárcel de Porlier para interrogar a unos sacerdotes que finalmente serían ejecutados. Pertenecían a la orden de los Hermanos de La Salle, en cuyo colegio astorgano había estudiado Gullón: «Aquellos hermanos me conmovieron por su sola presencia. Fueron para mí como un símbolo de tantas almas, de tantos seres como la guerra estaba destruyendo sin motivo, fútilmente, y de manera irreparable».

Sobre la Guerra Civil: «Es absurdo dividir a las personas según el color de las camisas, porque debajo de la divergencia de colorido puede encontrarse un corazón idéntico: idéntico en la perversidad, en la indiferencia o en la nobleza del alma. Hay que mirar al corazón y clasificar a la gente según los impulsos cordiales, según la pureza de intención»

De no menor interés es lo que escribe acerca de Miguel Hernández. Lo había conocido en mayo de 1935, en el homenaje a Vicente Aleixandre con motivo de la concesión del Premio Nacional de Literatura. El segundo y último encuentro con el poeta de Orihuela tuvo lugar en 1938: «Hablábamos más de poesía que de guerra, pues ambos coincidíamos en estar hartos de ella. Coincidíamos también en nuestra estima por los combatientes, cualquiera que fuese el lado en que se encontrara, y en nuestro desdén por los ‘intelectuales’ de retaguardia […], estaba desengañado, no diré escéptico pero sí cansado de creer en las habituales y ya tan fatigosas explicaciones de los políticos. Por eso prefería recitarme sus versos últimos, que eran admirables, y hablar del pasado».

En agosto de 1938, Gullón es internado en el Hospital de Alicante, aquejado de una gravísima enfermedad que lo lleva a las puertas de la muerte. En aquel trance recibe una visita inesperada, la de su gran amigo Juan Panero, que había fallecido justo un año antes: «Juan estaba a mi lado. No era una alucinación, no, él estaba allí y sonreía, le oí respirar más todavía y me tocó. Nunca como entonces he advertido que todo mi cuerpo se crispaba, que la sangre se paraba en las venas y no tenía voz, ni lágrimas, ni aliento. […] Sentí el calor de su brazo en torno a mi cuello; el peso de su brazo sobre mi hombro. Sentirme entre los muertos, sentirme a su lado y pensar que sólo por un azar, casualidad o como queramos llamar a los designios de la Providencia, estaba todavía vivo». Es una «visión» la del crítico parecida a la que Luis Rosales nos refiere en su gran poema La casa encendida.

El inicio de la Guerra Civil en las memorias de Ricardo Gullón

Como en el caso de Juan, Leopoldo Panero y tantos otros miembros del grupo intelectual de 1936 (Maravall, Ridruejo, Rosales, Vivanco, Valverde, Aranguren), la guerra hizo repuntar en todos ellos el sentimiento trágico de la vida y, como consecuencia, la vivencia religiosa. Gullón había conocido a Unamuno hacia 1925, en la redacción de la Revista de Occidente. Aquel fugaz primer encuentro fue seguido por una larga caminata desde la calle de Alcalá al paseo de la Castellana, y en él Unamuno transmitió a Ricardo sus ideas sombrías sobre el futuro de España, incluido el vaticinio de la que terminaría llamando contienda de «los hunos» contra «los hotros». Más optimista que don Miguel, Gullón extrajo incluso alguna lección positiva de la guerra, que hoy todavía algunos, que no la vivieron y solo la conocen por los libros, contemplan con ira y con el mismo sectarismo que la hizo posible: «La lección más importante que yo aprendí en la guerra fue que es absurdo dividir a las personas según el color de las camisas, porque bajo la divergencia de colorido puede encontrarse un corazón idéntico: idéntico en la perversidad, en la indiferencia o en la generosidad y nobleza de alma. Hay que mirar al corazón y clasificar a la gente según los impulsos cordiales, según la pureza de intención, según el deseo de obrar bien y de acertar. Verdad olvidada de puro obvia, que de pronto resplandeció con todo su valor, su significación, cuando vimos a nuestro amigo de ayer, a uno y otro lado de la línea de batalla, envilecerse en la delación, la confidencia o el crimen y cuando vimos al adversario de ayer, o al desconocido, portarse con valor y con dignidad, y tender la mano al desconocido para ayudarle a seguir caminando. Lo importante de la guerra española es que nos ayudó a conocernos mejor unos a otros y a conocernos a nosotros mismos».

Sobre Puerto Rico: «Estaba, sin darme clara cuenta de ello, intentando romper con todo mi pasado, intentado lo imposible: empezar de nuevo»

El nuevo destino como fiscal jefe de la Audiencia de Santander no aminora su inquietud lectora. Gullón se convierte en el gran animador cultural de la ciudad cántabra: el grupo Proel (Hidalgo, Maruri, Hierro), la Escuela de Altamira, junto a Ángel Ferrán y Mathias Goeritz. Pronto iba a empezar la segunda vida de Ricardo Gullón: «Hacia el mes de agosto, cuando estaba veraneando […] recibí la carta de [Francisco] Ayala ofreciéndome un puesto en Puerto Rico. Al aceptar como acepté la propuesta de la Universidad de Puerto Rico, yo estaba, sin darme clara cuenta de ello, intentando romper todo mi pasado, intentando lo imposible: empezar de nuevo».

Relación con Miguel Hernández: «Hablábamos más de poesía que de guerra, pues ambos coincidíamos en que estábamos hartos de ella»

Sin duda, fue la etapa más fructífera en la vida de Ricardo Gullón, a quien debemos ensayos fundamentales sobre el poeta de Moguer, Galdós, Antonio Machado, Guillén y tantos otros, una actividad incesante que lo llevaría a obtener en 1989 el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y a la Real Academia Española un año después. El inteligente pero malévolo periodista que es Gregorio Morán define la personalidad de Gullón como un «compendio de ángulos oscuros y pasillos luminosos» (El cura y los mandarines, Akal, 2014). Quienes tuvimos la fortuna de tratarlo y admiramos su colosal obra crítica, solo vemos en el maestro «pasillos luminosos». Estas memorias que, aun incompletas, merecerían publicarse arrojan aún más luminosidad a esos pasillos por donde discurrió la vida la y la obra de Ricardo Gullón.

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