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Martín Sotelo

Un rincón en la noche

«Al fondo, engullido por la oscuridad, está el camino al que te llevaban de adolescente algunas mujeres»

M.S.

POR MARTÍN SOTELO

Estás aquí, en completo silencio, a salvo por fin del estruendo del día , mirando las estrellas mientras escuchas un disco de Micah P. Hinson, fumas un cigarrillo y bebes una cerveza que has comprado en la última gasolinera a una joven que te ha mirado asustada al pasarte la lata por la bandeja de la ventanilla. Ya no hay bares como los de Hemingway, te dices. Ni limpios ni sucios ni bien o mal iluminados. Todos cierran pronto. Las estaciones de servicio son el último reducto civilizado, la tabla de salvación para el perdido , el desesperado, el insomne. En ellas te sientes menos solo y triste y te creas la ilusión de tener un espacio propio, por ínfimo que sea, en la inmensidad del universo, de estar esperando a alguien entre personas que no tardarán en desaparecer y a las que jamás llegarás a conocer, ni ellas a ti. Pero, al contrario de lo que sucede en el bullicio diurno, a estas horas de la madrugada los pocos sonámbulos que se topan por casualidad en una estación de servicio se miran atentamente , casi estudiándose, con cierto estrago en sus rostros y una fidelidad compartida en los bandazos, como reconociéndose a sí mismos en los otros.

A tu derecha, ves pasar a los coches sin que ellos te vean a ti, sin saber, ni importarte lo más mínimo, de dónde vendrán ni adónde irán. A nadie le preocupa que estés aquí fuera, olvidado de todo, tan lejos y tan cerca de ti mismo , sin tener que ver ni escuchar a nadie, aparcado en un rincón en la noche que nadie frecuenta, disfrutando del desecho del día que nadie quiere.

Un conejo sale de las hierbas y se para un momento para mirarte , antes de proseguir su saltarina ruta y perderse de nuevo entre los matorrales. Un gato, sentado pachorrudo junto al contenedor de basura, te observa curioso, sin extrañeza pero preguntándose qué diablos harás aquí a estas horas , como apiadándose de ti pero entendiéndote. En mitad de la naturaleza, la ligera brisa te hace tomar conciencia, como si la sintieras por primera vez, de que existes, y de dónde estás, en ninguna parte, y de cuál es tu origen y tu destino, el que ves ahí arriba, en esta esfera oscura alrededor de la tierra, formada por todos los pasados que nos llegan hasta hoy.

Al fondo, engullido por la oscuridad, está el camino al que te llevaban de adolescente algunas mujeres que ya tenían edad para conducir , cuando toda esta extensión de campo aún no estaba invadida por naves industriales, y en donde te enseñaron que ellas siempre guardarán, durante siglos, el fuego y el secreto de la vida , un gesto, un tono de voz, una mirada, el preciso manejo de los silencios, tanta generosidad de tiempo y piel.

Nadie penetra aquí a estas horas , como no sea un camionero para dormitar un rato o un coche de la guardia civil dando su protocolaria ronda nocturna. La canción (The nothing) sigue sonando, la cerveza se acaba y te niegas a girar la llave de contacto . Sigues mirando hacia el camino, compuesto de polvo de estrellas como nosotros , y te gustaría volver a tumbarte sobre la tierra, entre pañuelos de papel titilantes, como hiciste una noche de invierno, notando que alguien se acurruca a tu lado para abrazarte. Por tu cabeza pasan recuerdos como párrafos de un libro que lees y escribes al mismo tiempo. Pero es hora de volver . Así que arrancas el motor, giras en redondo y enfilas el camino de vuelta, en silencio, sin ganas de pensar en todo lo que sabes que pasará cuando el sol se ponga y busques la ropa al levantarte, con la misma pereza con que viras el volante hacia otro día.

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