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Turull, el chico de los recados de la familia Pujol

Todo en él funcionó racional y normalmente hasta la entronización de Puigdemont como presidente de la Generalitat

Jordi Turull, en el Parlamento de Cataluña INÉS BAUCELLS
Salvador Sostres

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Jordi Turull había sido siempre el discreto hombre gris que todos los partidos tienen para ocuparse de las cargas más pesadas, de los asuntos que manchan y a los que las estrellas más mediáticas no quieren ni acercarse. Botas de agua para los días de lluvia, tractor de emergencia para rescates en el barro. La oposición menos amable solía llamarle «el chico de los recados de la familia Pujol» porque la familia del experesidente le tenía en el partido para controlar la maquinaria. Nunca hizo ningún espectáculo y evitó en más de una ocasión que Convergència se viera comprometida en circos innecesarios. No creó nunca ningún problema y resolvió unos cuantos, especialmente los relacionados con la trama de los Pujol entre el partido y los negocios.

No se arrugó cuando tuvo que acompañar a los juzgados a los procesados por corrupción de su partido. Ahí estuvo siempre, dando la cara, mientras muchos de sus compañeros y por supuesto sus líderes se escondían y ponían cara de no saber de qué les hablaban.

Su primer protagonismo político, más cerca de las cámaras que de la fontanería, lo tuvo durante el tripartito. Como diputado de Convergència i Unió fue un hueso duro de roer, nunca excesivo, nunca teatral, pero siempre duro, y directo, al hígado de socialistas, comunistas y republicanos. Fue la resistencia más notable, constante y eficaz que tuvo la ya difunta CiU durante su primera travesía del desierto (de la segunda travesía, es decir, de la fatalidad de Artur Mas , ya no pudo zafarse y tras varias rupturas llegó la extinción).

Turull tuvo desde joven ideas soberanistas pero su actuación política, fue siempre sigilosa y huyendo del exhibicionismo y de la gestualidad. El bricolaje fino con los Pujol le tenía ocupado en las distintas responsabilidades que Artur Mas le iba concediendo precisamente como cuota de los hijos del expresident en el poder y en sus «transacciones».

Todo en él funcionó racional y normalmente hasta la entronización de Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat. Tras dos meses haciendo lo imposible para evitar que la CUP tirara a Mas «a la papelera de la Historia» -sin conseguirlo- se aproximó al nuevo president, y según expresión de sus más íntimos colaboradores, «se radicalizó». Puede que se radicalizara, pero lo que seguro que hizo es reinventarse, rejuvenecer, tomar el protagonismo al que siempre había renunciado.

Todavía es leal a los Pujol, todavía guarda una relación de respeto y de confianza con Artur Mas, y con su proceso de «radicalización» -y de reinvención- ha conseguido salvarse del desván donde han quedado arrinconadas las viejas glorias del partido. Esta vigencia salvada en el último momento explica bastante mejor que la fe su mutación tan súbita.

Como sucede con todo converso de última hora, su debut no ha podido ser más aparatoso y estridente. Turull fue decisivo en momentos tan graves como el que el 26 de octubre movió a Puigdemont de querer convocar elecciones autonómicas a declarar la independencia. Turull, Josep Rull y Marta Rovira fueron los que más insistentemente presionaron al entonces presidente para que se metiera en el mayor lío de su vida.

Era el nuevo Turull, que en lugar de quedarse como la vieja guardia en el limbo con las extravagancias del «procés», decidió proyectarlas hasta el infinito y reinventándose en la radicalización creyó subirse al tren del nuevo momento de la política catalana. Y efectivamente, se subió, hasta el punto de que esta tarde será investido nada menos que presidente de la Generalitat. Pero aunque durante unas horas sea el maquinista, no podrá evitar que el tren, con él dentro, efectúe su próxima parada en la cárcel.

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