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La Cataluña del miedo

Quién haya visto «La muerte de Stalin», magnífica recreación en clave cómica del fin del más absoluto genocida del siglo XX, entenderán el efecto paralizador del miedo

Los Mossos d'Esquadra dispararon este viernes por la noche salvas y mostraron lanzadoras de proyectiles de precisión para tratar de dispersar a los concentrados que tratan de desbordar el perímetro policial frente a la Delegación del Gobierno en Cataluña en protesta por el encarcelamiento de líderes del «procés» EFE
Sergi Doria

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La Cataluña secesionista quiso desbordar al Estado de derecho y acabó desbordándose a sí misma: hoy es la República del miedo . La pervivencia del nacionalismo –como movimiento totalista– bascula entre el dogma de la pureza y la represión del desviacionismo. Sucedió en la Lliga que colaboró en el Gobierno de España y acabó fracturada en Acció Catalana.

Le sucedió a Acció Catalana, desbordada por el coronel Macià y su Esquerra populista. Después del «Visca Macià, mori Cambó!», la Esquerra de 1934 se desgajó entre los «escamots» fascistas de Estat Català y el pragmatismo tarradellista que rechazó el 6 de octubre. La patética frase de Companys al culminar el golpe –«ara també em direu que no sóc prou catalanista?» ( ¿ahora también me diréis que no soy lo bastante catalanista? )– ilustra ese miedo a ser demonizado por los extremistas.

Los dietarios de Amadeu Hurtado –«Abans del sis d’octubre»– o las «Memòries polítiques» de Joan Puig i Ferreter –¿por qué nadie las reedita? ¿duele saber que ERC nunca fue un partido serio?– aportan más ejemplos del «miedo purificador» nacionalista . El pavor a ser etiquetado de «mal catalán» actúa de pegamento para el monolitismo que paraliza Cataluña. La retórica en años del Exilio –con mayúscula, no del turismo subvencionado de Puigdemont– consistía en proclamar quién la tenía más grande (la bandera): ¡Ay del que cuestionara que la guerra civil se hizo contra Cataluña!

Método castrador

El «contra Cataluña» es el mantra de la represión ideológica en el lobby nacionalista: su banderín de enganche. En los años sesenta, los «puros» comulgaban en la abadía de Montserrat, leían «Serra d’Or» y sufragaban Òmnium Cultural. Los «malos» –catalanes «de Burgos» que aprovechaban intersticios del Régimen y batallaban con la censura– escribían en Destino: Vergés, Agustí, Pla y compañía. Al lúcido Gaziel se le miraba de reojo, autor de «El desconhort» y «Meditacions en el desert», sobre las contradicciones de los derrotados.

El historiador Vicens Vives tampoco era de fiar: desmentía con rigor la leyenda de 1714: el Decreto de Nueva Planta «desescombró» Cataluña de instituciones feudales. Serrat era despreciado por su cantar bilingüe y Llach bendecido cual «escolà» montserratino. Òmnium le daba el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes al ruidoso Pere Quart y dejaba tirado en Bélgica al anciano Carner. Con el pujolismo se siguió aplicando ese método castrador: las lecturas obligatorias de los educandos sacralizaban la medianía de Pedrolo o Martí Pol mientras se ninguneaba a Sagarra y Pla...

Ese pasado explica actitudes del presente . Las redes sociales son la gasolina del linchamiento. Raimon se mostró dubitativo sobre la independencia y fue excomulgado , mientras que a Serrat se le llamaba fascista. Si Puigdemont no decidiera a golpe de Twitter –escribía Enric Juliana–, en lugar de condenar Cataluña al abismo de la DUI habría convocado elecciones. Pero le pudo el miedo.

No hace falta repetir los nombres de los linchadores: 155 monedas, rompedores de carnet, quemadores de retratos reales, abonados a la palabra «botifler»... Tampoco hace falta abundar sobre el moderado Santi Vila; atenazado por la presión del miedo abandonará el «bateau ivre» antes del hundimiento: el dúo Rull-Turull –fontaneros pujolistas que no saben lo que es trabajar de verdad – le llamará «rata».

La sociedad, contaminada

Un disidente del franquismo como Dionisio Ridruejo bautizó irónicamente a los inmovilistas del Régimen: «el macizo de la raza». Cuando lean estas líneas, la ANC culminará unas elecciones más propias de la democracia orgánica del movimiento que de la «democracia real» que vindican.

Si eso fuera privativo de estos demagogos que acusan al Gobierno español de autoritario mientras vetan candidatos, no habría de preocuparnos. El problema es que el peronismo de la ANC contamina la sociedad civil. Jordi Basté lo expresó antes de calificar el Procés de «enredada global» y «aixecada de camisa»: «Jo ja sé que m’estic jugant les cames» (yo ya sé que me estoy jugando las piernas).

Del símil futbolístico no se infiere un riesgo físico, sino de ser excluido de la «familia» nacionalista. Un miedo muy catalán: ser funcionario sin lacito o faltar a las movilizaciones «de país»; disentir de las «bondades» catalanas frente a las «maldades» españolas; admitir que no es franquista pedir más castellano en la escuela, salirse del whatssap patriótico...

La burguesía que llevará muy mal una investidura que les jorobe la Semana Santa en sus casoplones de La Cerdanya contemporiza con los antisistema; el político de comarcas Puigdemont teme que en su pueblo le llamen «traïdor».

El 21-D reveló que la Cataluña constitucionalista ha perdido el miedo al populismo institucional de la revuelta contra el Estado. Los independentistas se asemejan ahora a los jerifaltes soviéticos ante el cadáver de Stalin: ¿Quién amortajará la pintoresca República Catalana? ¿Quién será Beria? ¿Quién Kruschev?

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