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Aznar y la gélida primavera de Botella

El expresidente del Gobierno nunca perdonó a Rajoy el trato dado a su mujer

José María Aznar y Ana Botella G3ONLINE
Mayte Alcaraz

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Ese mayo de 2015 apretaba el calor. Pero entre aquellos tres dirigentes del PP -sobre todo entre dos de ellos y el tercero- el frío era propio de noviembre. José María Aznar y Ana Botella estaban indignados. La todavía alcaldesa de Madrid había sido descartada para encabezar el cartel electoral y despedida por su partido apenas con un «gracias por los servicios prestados».

Curiosamente, tuvo que venir Manuela Carmena para reconocer las acertadas políticas sociales de la regidora saliente y su implacable reducción de la deuda madrileña. La tercera persona de la escena del melodrama del PP era Esperanza Aguirre, que se había reivindicado en ese acto electoral como la futura alcaldesa que traería un Madrid «más libre» y con «menos impuestos». Botella subió disparada a la tribuna de Madrid Río para aclarar que «más libre, lo dudo», y su marido lo hizo crispado para recordar que con su esposa habían sucedido cosas «ingratas e injustas». El ya exdirigente del PP había saldado su penúltima cuenta con Mariano Rajoy. La última se la cobró con una carta-misil hace unas horas.

El «Día D»

Ese y no otro fue el «Día D» en que el primer presidente del Gobierno del PP pidió «los papeles» del divorcio a Mariano Rajoy . Lo que pasa es que, como acostumbra, aquel sucesor del que creyó que haría lo que él dijera cuando le eligió en 2003 no compareció para firmar la separación. Ni entonces ni cuando en diciembre de ese año se presentó Aznar por sorpresa en el comité ejecutivo para criticar los resultados electorales; ni cuando en marzo pasado pidió «nuevos liderazgos»; ni cuando en abril se enfrentó con Cristóbal Montoro porque le sacó los colores fiscales; ni cuando en mayo exigió más recortes y disciplina de gasto; ni cuando en octubre FAES se desvinculó del partido; ni cuando en noviembre, tras la muerte de Rita Barberá, reprochó a sus compañeros que la hubieran «excluido del partido»; ni cuando hace unos días arremetió contra Soraya Sáenz de Santamaría porque en el programa de Carlos Herrera, en Cope, mostró un tono más conciliador con el Gobierno catalán. Rajoy es la encarnación perfecta de ese dicho tan acertado que asegura que «dos no pelean si uno no quiere». Con Rajoy siempre hay uno que no quiere: él.

El portazo a Ana Botella fue un feo difícilmente justificable del que Aguirre no fue responsable. Había plantas superiores en Génova que tenían que haber cuidado las formas no por el parentesco de la dirigente madrileña con el presidente de honor, sino porque quien había ostentado nada menos que la alcaldía de la capital de España merecía mayor consideración. Nada que no hubiera restañado una conversación de los dos jefes de Gobierno del PP. Pero nunca hubo esa charla.

Todo lo que vino después, incluida la decisión de abandonar la presidencia de honor, es considerado en Génova como una fallida suerte de dignificar su pretendida ortodoxia o de -algo más peligroso e injusto- cuestionar el RH democrático y patriótico de Mariano Rajoy .

Lo más paradójico entre Rajoy y Aznar es que su ruptura se fraguara por el desaire a Ana Botella , cuando ella limó muchas asperezas durante los años que ocupó la alcaldía de Madrid. Dicen los que conocen esa relación que el presidente siempre sintió mucha más simpatía por la esposa que por el marido. Un bálsamo para una relación que nunca fue más que política. Pero cordial. Durante los trece años que Rajoy trabajó a las órdenes del expresidente jamás salieron a cenar, ni se tomaron una copa, fuera de las comidas de partido. Aun así, Aznar valoró la lealtad de su vicepresidente durante los años de plomo de la guerra de Irak y por eso lo nombró sucesor. Aquel verano de 2003, la socarronería de Rajoy se adelantó a esa decisión en el despacho del «jefe» cuando le espetó: «Presidente, espero que no me digas lo que intuyo que me vas a decir».

La derrota electoral

Y se lo dijo. El delfín Rato se había desmarcado de las controvertidas decisiones sobre Irak y fue apartado. Pero cuando al atroz atentado del 11-M le siguió la primera derrota de Rajoy, el nuevo líder del PP vio cómo su relato electoral quedaba sepultado por una gestión equivocada en las horas que transcurrieron entre la barbarie y la jornada electoral. No volvieron a hablarse en privado. Y el enfrentamiento fue abierto cuando los muertos de la corrupción fueron saliendo del armario del PP sin que nadie los reclamara.

Nadie en La Moncloa entendió entonces que aquel otro presidente en cuyas legislaturas crecieron Rato, Bárcenas o Gürtel -con la pasarela estelar de la boda de la hija de Aznar- no hablara de las causas (su laxitud) y sí de las consecuencias: la pérdida de credibilidad y de votos para el PP. Rajoy se cansó y privadamente su entorno aventaba ese relato de reparto de culpas. Aznar se dio por aludido, pero siguió reclamando un papel muy lejano al de un jarrón chino. Él era el padre del PP. Y de Rajoy; pero el hijo le ganó por agotamiento.

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