Hazte premium Hazte premium

España, el pequeño continente de siempre

Repaso de la evolución protagonizada por esta vieja nación durante los últimos 500 años

España, el pequeño continente de siempre efe

josé maría carrascal

«España es diferente» no es sólo un eslogan turístico. Es también una realidad poliédrica. España tiene rasgos diferenciados desde mucho antes de emerger a la historia. Por lo pronto, forma, con Portugal , la más occidental de las tres penínsulas mediterráneas de Europa, con todo lo que marca el ser finis terrae y encrucijada de tres continentes, el euroasiático, el africano y el americano, expuesta siempre a invadir y a ser invadida. Pero su rasgo más singular es ser un continente en miniatura.

Cruzada de este a oeste por cinco cordilleras y otra en diagonal, la comunicación se hizo difícil entre sus habitantes, con medios de vida muy distintos . Hay la España seca y la España lluviosa, hay vegas, páramos, mesetas, humedales, incluso desiertos. Los pasos a Galicia no se abrieron hasta fecha muy reciente , como hasta hace no tanto había millones de españoles que no conocían la capital de su provincia. Madrid, muy pocos, y el extranjero, casi ninguno.

Este «extrañamiento» de los hispanos entre sí, debido a la geografía, vendrá a marcar su devenir histórico . Los romanos, que venían no sólo a dominarnos sino también a educarnos, lo aprovecharon para ir reduciendo aquella tribus «fieras e indómitas» como apuntan sus cronistas, que luego les dieron soldados, poetas, filósofos e incluso emperadores.

Nuestra historia va a pendular entre extremos, que veremos repetirse en la Edad Media en reinos -que, si se fijan, corresponden más o menos a las actuales autonomías- que luchaban entre sí tanto o más que contra los invasores para recobrar la «España perdida» . Lo que no impide que en el Concilio de Constanza (1414) sus prelados figuren por primera vez internacionalmente como «nación hispana», junto a la italiana, francesa e inglesa.

La unidad nacional se logra también muy temprano, en 1492 , con la toma de Granada (el Rey Fernando añadiría poco después Navarra) y España deviene en los reinados siguientes en el primer Estado europeo, con unos límites precisos, un ejército permanente, una administración centralizada… y un imperio. Dos, mejor dicho, el europeo y el americano, que se alarga a Filipinas.

¿Suerte o desgracia? Pues ambas cosas. Porque el imperio es el mayor enemigo de la nación. La diluye, la empequeñece, la ahoga, la aplasta . Si son dos, no quiero decirles. España se convierte en un imperio donde no se pone el sol. Y pierde a chorros los más fuertes, los más intrépidos, los más emprendedores, en América, en Flandes e Italia, en las antípodas, mientras en la metrópoli se pasa «hambre imperial» , según nuestros clásicos del Siglo de Oro. Un oro que «nace en las Indias honrado y en Flandes es enterrado», y que, con la plata que traen nuestros galeones, sirve para financiar la revolución industrial europea, no la española.

El proyecto colectivo

Perdidos los dos imperios, ¿qué queda? Una nación que se cuestiona a sí misma, un pueblo que busca su proyecto colectivo. Sin acabar de encontrarlo ; mejor dicho, encontrando dos muy distintos. Surgen las dos Españas y las guerras de religión que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII las tuvimos nosotros en el XIX. ¿Qué fueron, si no, las tres guerras carlistas? Y puede que en el XX; ¿no lo fue, acaso, también, la del 36-39?

Tras la formidable paliza autoinfligida, sobreviene el silencio. Son años, décadas de reflexión y penitencia para vencedores y vencidos, para los que se quedaron y los que se han ido, mientras el nuevo régimen evoluciona lentamente al compás de los acontecimientos exteriores, con sus distintas familias turnándose en el poder, aunque a la postre es sólo uno, que las vigila estrechamente.

Y, al final, el milagro. Dan ganas de recordar el aforismo de Bismarck: «España debe de ser el país más fuerte del mundo. Los españoles llevan siglos intentando destruirla y todavía no lo han conseguido» .

Digo milagro, pues nadie apostaba por que aquello acabara bien, y, sin embargo, así acabó. Posiblemente la lección había sido demasiado dura, y las reflexiones demasiado amargas, porque la máxima de que no podía pasarse de un régimen autoritario o totalitario -no vamos a ponernos ahora a perder el tiempo en discusiones semánticas- sin derramamiento de sangre saltó en mil pedazos cuando los españoles de ambos bandos se pusieron de acuerdo en hacer una Transición que asombró al mundo , para establecer una democracia y darnos una Constitución, la primera negociada y aceptada por todos, en vez de impuesta por una mitad sobre la otra.

Una Constitución en la que se reconocían la pluralidad de la nación y la unidad del Estado social y de Derecho, bajo una monarquía verdaderamente constitucional. Donde, finalmente, ser castellano, aragonés, catalán, andaluz, extremeño, valenciano, vasco, asturiano, murciano, balear, canario o gallego eran las varias formas de ser español. ¿Que se dejaron cabos sueltos y se pecó de exceso de optimismo? De acuerdo. Pero la democracia nunca alardeó de perfecta ; al revés, se define sólo como la menos mala de todas las forma de gobierno.

Competir con el exterior

Sobre esa base, los avances fueron espectaculares. En tiempo récord conseguimos una alternancia de partidos en el poder, la plena incorporación a Europa y un nivel de vida que, como pueden constatar los españoles cuando viajan por el mundo, puede competir con el de los países desarrollados.

Los cabos dejados sueltos -pasar del «no» a los partidos políticos a darles todo el poder, crear un equívoco entre nación y nacionalidad- o, sencillamente, la tendencia autodestructiva que nos carcome han hecho, sin embargo, que el sueño de millones de españoles durante los últimos siglos empezara a resquebrajarse. Surgen las antiguas rivalidades, los viejos pleitos, la picaresca a todos los niveles, especialmente el político, incluso el más o menos disimulado cainismo, empujados por uno de nuestros peores rasgos: el no obedecer las leyes que nos hemos dado, que no hay comunidad que lo resista.

La crisis económica, no sólo económica sino también de valores, que no afecta sólo a España sino al mundo entero, hizo el resto . ¡Justo cuando lo habíamos alcanzado, cuando España era más homogénea que nunca en su larga historia! Pues el abismo que separaba hace sólo cincuenta años el campo de la ciudad, el norte del sur, el este del oeste, la burguesía de los trabajadores, se ha reducido a niveles comparables a los de cualquier país desarrollado.

Como las diferencias entre los españoles, sobre todo, los jóvenes, que hablan igual, visten igual, comen lo mismo, se divierten lo mismo y tienen las mismas dificultades. Y no hablemos de los mayores, de los jubilados, que no paran de viajar con el Imserso, que van de balneario en balneario, de excursión en excursión, de monumento en monumento de los que no tenían idea, desquitándose en los bufés del hambre de la posguerra , bailando por las noches como no pudieron hacer en la juventud, planeando ya la próxima escapada y ayudando en lo que pueden a hijos y nietos.

Un país con posibilidades

Las diferencias entre las viejas regiones, y me atrevo a decir de las clases sociales, pese a lo que digan las estadísticas, han disminuido considerablemente . Es verdad que España ya no es «el país donde más fácilmente se hace uno rico», como alardeó un ministro, al que faltó añadir «si tiene buenas relaciones», pero es un país que, tras bordear el precipicio, inicia una recuperación y tiene posibilidades de competir con los punteros.

Siempre que no vuelva a las andadas, quiero decir que no vuelva a anteponer el yo sobre el nosotros, que deje de equiparar democracia con sólo derechos en vez de con responsabilidad, que no se sabotee a sí misma, como acaba de ocurrir en las líneas del AVE a Barcelona.

Porque ahora ya no tenemos excusa. Ahora ya no podemos echar la culpa a los demás, a los vecinos, a la Monarquía absoluta, a la nobleza, a la Iglesia, al Ejército, como anteriormente. Ni siquiera a los políticos, porque los políticos los elegimos nosotros. O sea, que la culpa de nuestras desgracias es nuestra y sólo nuestra .

Suele decirse de España que es un país donde «nunca pasa nada, pues se cambia todo para que todo siga igual». Pero en España han cambiado muchas cosas muy importantes. Para bien . Lo podemos testificar quienes recordamos de muy niños la Guerra Civil, y, luego, la posguerra, los años de éxodo interior y exterior, la Transición.

Este país es completamente otro. Lo que queda por saber es si los españoles somos otros en lo que a afán autodestructivo se refiere . Pues de una cosa puede estarse seguro: que los españoles, dentro de nuestro individualismo soberbio, somos más iguales que nunca. Aunque, desgraciadamente, nos parecemos más en nuestros defectos que en nuestras cualidades. Al menos son los que terminan prevaleciendo.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación