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ANÁLISIS

La independencia como puro negocio

Mas insiste en empeñar el patrimonio de los catalanes a cambio de una bandera irreal. Es un vendedor de crecepelos, y el plebiscito, una caja registradora

manuel marín, director adjunto de abc

La emoción como sistema de autodefensa, como símbolo de unidad nacional. Es lo que días atrás cautivó en el Instituto Francés de Madrid a los cientos de personas que homenajearon a las víctimas de París. Puestos en pie con La Marsellesa, arrinconando cuitas ideológicas y diferencias morales. Muchos sentimos una envidia sana con el escalofriante tono bélico del himno convertido en un símbolo de paz y de grandeza anímica. Nada tienen en común las secuelas de un atentado con una ofensiva secesionista, salvo una cosa: la unidad como argamasa para la defensa de un proyecto común y para la reivindicación de una nación orgullosa de serlo.

En Cataluña, Artur Mas ha optado por la prolongación de una agonía al convocar elecciones. En eso consiste su sobredimensionada astucia: en usar el secesionismo como reclamo para fabricar artificialmente un bucle autodestructivo y utilizar en su favor los sentimientos de los catalanes. Mas ha hecho de la independencia un modo de vida, un modelo de negocio para el ejercicio del poder como forma de lucro emocional. Forre o no su bolsillo como presidente de la Generalitat, casi es lo de menos. El empacho de egolatría es más relevante si de lo que se trata es de no dejar pasar la ocasión de convertirse en el enésimo héroe de la wikipedia como salvapatrias de Cataluña. Mientras tanto, todo lo que toca se transforma en cenizas. Con la palabrería de un vendedor de crecepelos, convierte la atmósfera política catalana en un estercolero de influencias y en un cohecho múltiple de favores de casta a cambio de sostener un sueño imposible. El plebiscito, convertido en una caja registradora.

Quiera Mas o no, su engaño masivo pierde potencia. Falsear el pasado para inventar un presente maquillado de mentiras es su argumento. Manipular conciencias libres a través de los medios de comunicación públicos –y privados– inyectando subvenciones para comprar voluntades es su arma para amplificar el negocio de su supervivencia política. Tras una meta, Mas siempre inventa otra; y después otra... Como si fuera un divertimento empeñar el patrimonio de los catalanes para alcanzar una bandera irreal. Mas no busca la independencia, sino blindar su ego a costa de masas enfervorecidas con la fiebre de una Diada interminable mientras acepta en tono victimista un rescate económico. Mas solo fue un gestor con Pujol. Gestionó todo un paraíso de obras públicas en la Cataluña eternamente aquejada de un falso agravio. Hoy… hoy no gestiona más que los añicos de una bombilla rota en el bocadillo de su cómic.

El «proceso» produce un profundo hartazgo. No dejaría de ser un mero divertimento para los obsesivos del suflé y los teóricos del «encaje» si no fuera porque es un drama para el día a día de cientos de miles de catalanes. Muchos creyeron en el sueño de Mas, pero en la farsa del 9-N lo abandonaron de puro hastío. Entre «creyentes» y «ateos» de la secesión, 4,5 millones de personas de los casi siete que tiene Cataluña no suscribieron la pantomima de un fraude en las urnas. Por puro aburrimiento.

Si hubiera un proyecto común para declarar la independencia de Cataluña, CiU y ERC no acudirían a las urnas por separado. Es como creer en dos independencias distintas, lo que despista incluso al secesionista más avezado. Bajo CiU y ERC subyace una burda lucha de poder por desintegrar al contrario. Lejos de proyectar una ilusión óptica, lo que hoy ofrecen Mas y Junqueras es una vulgar batalla por descartarse mutuamente en el oasis del 3%. La idea de presentar listas electorales separadas con una «hoja de ruta común» contiene en sí misma una contradicción insuperable. Es como pretender convencer a los catalanes de las bondades de un independentismo alegando que el independentismo del contrario es nefasto. De locos.

Los catalanes necesitan un refuerzo en positivo. De su cultura, de su historia y de su orgullo para mantener –aún es posible– el afecto de los millones de españoles que, pese a haber sido acusados de «robar a Cataluña», siguen abriendo el bolsillo para financiar su rescate. Si Mas y Junqueras renunciasen a dibujar puestas de sol ficticias, aún estaríamos a tiempo. Pero, claro, se acabaría su chollo. Dejar de perpetuar la farsa no es una opción. La unidad de otros países produce envidia. Sí.

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