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Podemos

Las lunas populistas

ABC analiza los peligros del populismo cuando el desgaste amenaza a las democracias, en particular el programa engañoso e irreal de Podemos

Las lunas populistas ABC

Por Gabriel Albiac

«-Todos los hombres tienen derecho a lo que piden, dijo.

-¿Y si piden la luna?, le pregunté, seguro de la respuesta.

Tomó su cigarro, vio que estaba ya apagado, lo abandonó y se volvió hacia mí:

-Si piden la luna será porque la necesitan…».

El diálogo transcurre en La Habana a inicio de los años sesenta. Y Jean-Paul Sartre es todavía lo bastante ingenuo -o está lo bastante mal informado- como para sentirse conmovido por la respuesta de Fidel Castro. «Después de esa respuesta, lo consideré uno de mis amigos», concluye. Habrá de lamentarlo dolorosamente, años más tarde, cuando la realidad criminal del caudillismo populista alzado por el dictador en Cuba sea una constancia amarga para la benévola izquierda europea que tanto contribuyó a consolidarla.

Y en ese cruce entre el filósofo que no sabe y el Caudillo que sabe demasiado, la esencia del populismo queda dada. El populismo es un voluntarismo. La loca certeza de que no hay nada que se resista a una voluntad suficiente. El filósofo hubiera debido reconocer en esa fórmula la clave de lo que, desde Fichte, llamamos un idealismo histórico. Marx lo hubiera sabido -él que juzgaba la voluntad un función sobredeterminada-. Marx lo hubiera sabido y habría salido huyendo lo más lejos posible de aquel loco peligroso. Sartre tardó más de siete años en darse cuenta.

El populismo no nació en Latinoamérica, por supuesto. Pero halló allí su campo de expansión privilegiado. A partir de la importación argentina del fascismo italiano, que consuma un joven oficial a la vuelta de su misión en Roma. Allí ha aprendido Juan Domingo Perón hasta qué punto una clientela agobiada por la desigualdad social y marcada por la incultura política puede ser el vivero perfecto de lo que ha puesto en marcha Benito Mussolini: sentimentalidad extrema de lo político, que desencadene «un ensayo de socialismo nacional, ni marxista ni dogmático». Una reducción de lo político a gran escenario de identificaciones y fidelidades personales, que en los años de su ancianidad, protegida en el Madrid de Franco, Perón gustaba colocar bajo la doble advocación del Che y Evita. Al cabo, ese populismo caudillista, cuya expresión más perenne ha sido el peronismo, una religión mundana regida por su tupida red de liturgias escénicas. Tal vez desmesuradamente horteras, como lo quiere Borges. Pero eficaces: plagadas de signos sacrales, de imágenes en diverso grado santificadas. El Hugo Chávez que enarbola ostentosos crucifijos o sables de espadón decimonónico para dar fuste a su victoria es la versión más hilarante de eso, la más simbólicamente degradada. El fenómeno define la catástrofe general de la segunda mitad del siglo veinte en toda América Latina.

Pero nació en Europa y en los años de entreguerras, ese universo de la afectivación sacral de una política a la cual se transmuta en religión de los desposeídos. Al socialista Zangwill, que se carcajea de los ridículos decorados de ópera con los cuales reviste el fascio italiano sus ceremonias y proclama que «la revolución de Mussolini no es una revolución sino una comedia», responde Curzio Malaparte con un libro que da razón de cómo la comedia es vía de acceso infalible al poder: Técnicas de golpe de Estado. En el momento en el que Europa inicia su naufragio, allá por 1931. En nuestro inicio del siglo XXI, la comedia se llama televisores.

Los populismos son hijos de la derrota de la racionalidad política

Nada sucede por milagrosos avatares del destino. El populismo es, en Europa, un fruto ineluctable de las lógicas de entreguerras. La Gran Guerra del 14 había roto el alma de los europeos. Sigmund Freud describió mejor que nadie aquel vértigo de caída en el vacío que se había tragado todas las viejas ilusiones de progreso del siglo XIX: «Estábamos preparados a que la humanidad se viera aún, por mucho tiempo, envuelta en guerras entre los pueblos primitivos y civilizados», pero nadie podía imaginar que el corazón del mundo civilizado se entregase a la más alta barbarie conocida por la historia, bajo la forma de una guerra «que no sólo fue más sangrienta y más mortífera que ninguna de las pasadas, a causa del perfeccionamiento de las armas de ataque y defensa, sino también tan cruel, tan enconada y tan sin cuartel, por lo menos, como cualquiera de ellas». Tras la Gran Guerra, concluye Freud, la conciencia europea se instala en la percepción de «como si ya no pudiera haber futuro».

Los populismos son hijos de esa derrota de la racionalidad política. Nacen de la vaga certeza de que la inteligencia llevó sólo en política al desastre. Y que debe ser ahora suplida por una tectónica sentimentalidad: la de las sangre en los fascismos, la de la identidad de clase en los estalinismos. La de la exaltación incondicional del pueblo sufriente sobre el altar de la patria en ambas variedades. El tiempo de los totalitarismos ha comenzado.

Un joven fascista francés, Robert Brasillach, fusilado por colaboración en 1945, da el testimonio más claro de esa identificación sentimental que define al populismo en entreguerras: «Así, a partir de esos diversos elementos, se formaba lo que nuestros adversarios llamaban el fascismo y lo que nosotros acabamos por llamar también así… El fascismo no era para nosotros, sin embargo, una doctrina política, menos aún una doctrina económica… El fascismo era un espíritu. Un espíritu anticonformista ante todo, antiburgués, en el cual la irrespetuosidad jugaba un papel importante. Un espíritu opuesto a los prejuicios, a los de clase como a cualquier otro. El espíritu mismo de la amistad, que hubiéramos querido elevar hasta la amistad nacional».

El fascismo no es más que una forma institucionalmente codificada del populismo. Una de ellas. La otra la pondrá en funcionamiento, por esas mismas fechas, Stalin en la Unión Soviética. Y puede que sólo Winstan Hugh Auden haya sabido entender, entre los intelectuales que fueron jóvenes en aquellos años, el horror que latía tras esa calidez humana de los camaradas: «Uno de los atractivos más poderosos del fascismo reside en su pretensión de que el Estado es una Gran Familia: su insistencia en la Sangre y en la Raza es un intento de engañar al hombre de la calle para llevarle a pensar que las relaciones políticas son personales». De ahí al sacrificio -esto es, a la dación sagrada- no hay más que un paso que ninguna cautela impide. Del otro lado, la muerte. Claro está que heroica, porque es muerte por el advenir de un absoluto.

El fascismo no es más que una forma institucionalmente codificada del populismo

Ese gran calor de los guerreros unidos requiere monumentales escenografías. En la URSS de Stalin tendrán a sus gestores en los descomunales hombres de cine que pusieron su talento al servicio de lo que creían advenir de un nuevo mundo, aunque acabara por ser advenimiento de un muy convencional infierno: Eisenstein, sobre todo, pero también Pudovkin, Guerassimov y toda la magistral escuela de realizadores de aquella generación tan rudamente malograda. Mussolini y Hitler se decantaron, más bien, por el espectáculo en directo, aquel en el cual actor y espectador fueran lo mismo: las grandes Óperas del fascismo y el nazismo no son siquiera el rancio cartón piedra de Wagner en Bayreuth, ya de por sí odioso; son los actos colectivos en los cuales lo individual y lo público se confunden en la gestación del monstruo multiforme de las masas enfervorizadas. Leni Riefenstahl será su gran sacerdotisa: la documentalista de las grandes congregaciones escénicas hitlerianas. En sus medidas liturgias se consagra la nueva deidad al servicio de la cual toda realidad ha de mutarse en paraíso: el pueblo. El triunfo de la fe, primero; el triunfo de la voluntad, después, que lo culmina. La voluntad del pueblo; frente a la cual ninguna realidad posee consistencia perenne. Los telegénicos de ahora son tan sólo aprendices ante tales maestros.

Las grandes ceremonias castristas -pero también las peronistas- están calcadas de la plantilla Riefenstahl. Con menos talento, desde luego. Pero igual de aterradoras. Chávez fue, en Venezuela, una versión tardía y particularmente ridícula de eso. Tiene su gracia que haya sido precisamente esa versión -la más estéticamente deteriorada- del viejo espectáculo populista la que haya emocionado a los jóvenes que sueñan hoy con convertir a España en Tercer Mundo.

El caudillismo es el imperio del afecto. Tal cual lo es cualquier otra variedad del populismo. De ello le vienen, por igual, su fuerza de instantáneo arrastre y su alta vulnerabilidad en el curso del tiempo: los afectos son, por definición, volubles. De ahí el riesgo que los tratadistas barrocos ya subrayaran en toda personalización del Estado.

La muerte de Hugo Chávez puso eso ante nuestros ojos, como sobre un laboratorio en condiciones límite: los afectos generan ilusiones, las ilusiones son -conforme al bello análisis de Sigmund Freud- formas menores de la alucinación, siempre en la raya de pasar a mayores. Forma mayor: la Corea del Norte cuyos habitantes lograban el prodigio de desmayarse al unísono en el preciso segundo fijado para el luto comunal de Kim Jong-il; estamos ahí en el campo de una teología política en estado puro. Forma menor: las colas ante el ataúd de Franco en el otoño de 1975. O las de Caracas ante el féretro de Hugo Chávez hace un par de años. La necrofilia es tan sólo una sobredosis patológica de afecto.

Marx ve en Bolívar al «canalla más cobarde» de la América Hispana

Populismo no es idéntico a fascismo. El primero es base axiomática del segundo, eso sí. Pero puede esa base generar regímenes diversos: el peronismo en Argentina; o el franquismo en España. Ambos caudillos admiraban el modelo de Hitler y Mussolini. Y se quedaban, los pobres, en mugrientos apaños entre doctrina y pragmatismo. Asentados, eso sí, sobre controles represivos muy eficaces. No tanto como los de Castro, en todo caso.

De entre los populismos latinoamericanos -esas curiosas amalgamas de ideales de modernidad totalitaria y vejestorios retóricos a lo Tirano Banderas-, el de Venezuela ha sido un avatar curioso. Por lo paradójico. Anclado entre la reivindicación legendaria del «libertador Simón Bolívar» y una jerga transplantada, palabra por palabra, a partir de la versión cubana de la distorsión estaliniana del marxismo. Resulta de ello un híbrido imposible entre racionalismo y magia. Un híbrido sentimental que conmociona hasta el llanto a los alucinados -e ignorantes- jóvenes profesores españoles que se erigieron en sus europeos profetas: «He amanecido con un Orinoco triste paseándose por mis ojos… Querer a Chávez nos hace tan humanos, tan fuertes. Chávez en la señora que limpia, Chávez en el señor que vende periódicos a la entrada del metro, Chávez de la empleada de la tienda, Chávez del vendedor de helados, Chávez de la abuela que ahora ve y de la que ahora tiene vivienda, Chávez de la esquina caliente de Caracas y de la lonja de pescadores de Choroní, Chávez de la poesía rescatada, de los negros rescatados, de los indios rescatados, Chávez de lo que hoy es posible en América y que hace 20 años era imposible. He amanecido con un Orinoco triste paseándose por mis ojos y no se me quita. Fuerza Hugo. Aguanta. Aguanta para ayudarnos a quitarnos este miedo de la soledad de 100 años. Aguanta presidente. Aguanta». España sigue.

Curioso híbrido de materialismo revolucionario y reaccionario bolivarismo, que hubiera hecho reír bastante al poco compasivo Karl Marx que ve en Bolívar al «canalla más cobarde, brutal y miserable» de la América Hispana, trocado en mito por «la fantasía popular». Las paradojas son ciertamente consustanciales a cualquier concepción afectiva del Estado.

Y esa pura afectividad, al abrigo de la escéptica razón y sus amargas ironías, tiene ciertas ventajas. Basta con saber hacer uso en beneficio propio de sus elípticos mecanismos y de su tibieza. ¿Qué soldadura mantiene en pie la disparatada hibridación de un «marxismo bolivariano»? La «fuerza de una voluntad» (por hacer uso del tópico de Riefenstahl): la del militar que sale del pueblo y es ungido por el fervor del pueblo para ser su paladín. Y, tras su muerte, su culto mágico. Funcionó con Perón en Argentina; incluida la conyugal momia. Durante más de medio siglo. ¿Por qué no había de funcionar con Chávez? Tal es la clave ahora de la apuesta. Tal su envite: el imperio del afecto; y sus delirios.

Funcionó en Venezuela. Donde decenios de corrupción en torno al petróleo, cuya culminación fuera el amigo de Felipe González, Carlos Andrés Pérez, habían anestesiado la conciencia moral y política para varias generaciones. El enigma es si un delirio caudillista, como ese que va de Perón a Castro y de Castro a Chávez y Maduro puede funcionar aquí. Y tal vez nos engañemos, replegándonos sobre la vanidad de ser una tierra vieja y culta. Igual de viejas y sin duda más cultas eran Italia y Alemania en los años treinta. Y eso no las libró de nada. La religión de la voluntad, esto a lo cual muy abstractamente llamamos populismo, no se detiene ante saberes ni ante historias. Es la reacción de una ciudadanía humillada. Y perdida.

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