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opinión

El hiyab de Ibtijah

Ibtihaj Muhammad, en plena competición. EFE

Jon Aguiriano

En los Juegos hay imágenes que se anuncian con tiempo y luego se esperan con la expectación de una cuenta atrás. Una de las primeras que se aguardaba en Río 2016 era la de Ibtihaj Muhammad, que ayer se convirtió en la primera deportista estadounidense que ha competido en una cita olímpica con hiyab, el pañuelo que cubre la cabeza de las musulmanas. Lo llevaba bajo la careta que protege a los tiradores de esgrima. Los fotógrafos la retrataron antes de la competición, cuando no la tenía puesta, y al final de algún asalto y de sus combates. El interés informativo era evidente. Y también preocupante, habría que decir. No debería tener tanto significado un simple pañuelo, pero el caso es que lo tenía.

El hiyab de Ibtijah fue ayer una reivindicación, al estilo de los guantes negros de Tommy Smith y John Carlos en el podio de los 200 metros lisos de los Juegos de México. En su caso, la tiradora de sable de Maplewood, el suburbio de Nueva Jersey en el que nació hace treinta años, reclamaba un respeto a su religión ante la ola de islamofobia que se desliza por Estados Unidos desde los atentados del 11-S, una ola que no ha hecho sino crecer en los últimos años ante la barbarie del ISIS. Donald Trump sería el portador principal de esa antorcha, no precisamente olímpica. El cronista hubiera querido verla ayer en el podio, pero no fue posible. Le quedó muy lejos. La francesa Cecilia Berder le derrotó (15-13) en la segunda eliminatoria.

Ibtihaj, pese a todo, vivió ayer su gran día de gloria. Es difícil pensar que lo hubiera imaginado alguna vez cuando a los trece años, durante una visita a la Columbia High School de Nueva Jersey junto a su madre, descubrió la esgrima. Ella era un chica deportista, hija de un detective especializado en narcóticos y de una maestra de educación especial. Practicaba el softball, el tenis, el voleibol y el atletismo. Su madre le animaba a ello. Siempre defendía la importancia del deporte como factor de integración social. A ella también le encantó la esgrima, a pesar de que en aquellos años fuera un deporte exclusivamente de blancos en Nueva Jersey. Entre otras ventajas, permitía a su hija competir tapada y cumplir así un precepto de su religión.

Ibtijah encontró en la esgrima, concretamente en el sable, una pasión. Con el tiempo, acabaría ganando dos campeonatos de Estados Unidos y entrando a formar parte del equipo nacional. Es más, tras una larga entrevista que concedió el pasado mes de marzo, la periodista de 'New Yorker', Robin Wright, acabó preguntándose, en el mismo titular, si la abanderada de Estados Unidos en los Juegos de Río sería una mujer negra y musulmana cubierta con un hiyab.

Al final no fue posible. El golpe de efecto hubiera sido muy grande, pero los 554 atletas que componen la expedición estadounidense votaron por otra opción. Por una indiscutible e inobjetable. ¿Quién puede negarle algo a Michael Phelps en unos Juegos? Quizá algún ultramontano defensor de las buenas costumbres del Medio Oeste, podríamos pensar, alguien que haya renegado para siempre del tiburón de Baltimore por su afición a la marihuana y a las meretrices voluptuosas en los intervalos olímpicos. Nadie al que haya que tomarse demasiado en serio, vaya.

Bien pensado, tampoco pasa nada porque Ibtijah no haya llevado la bandera de las barras y estrellas. Hubiera sido bonito, pero también un poco artificial. Hay que tener cuidado a veces con el número de cucharadas de buenismo en la taza de café. Además, la tiradora de Nueva Jersey, graduada en relaciones internacionales, estudios afro-americanos y en lengua árabe, ya ha conseguido en estos Juegos su gran objetivo, uno más importante incluso que cualquier medalla. Mostrarse al mundo como es. Y como quiere seguir siendo.

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