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Boxeo

La leyenda de Urtain

25 años después de su muerte, el recuerdo del púgil sigue vivo entre los amantes al boxeo

David Gistau

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Una novela posible es la que contara el viaje al Norte vasco de Miguel Almazor . Nada menos que una exploración para encontrar una bestia mitológica, capturarla viva y presentarla en Madrid para convertirla, una vez domada, en un catalizador del orgullo nacional. Como lo fue Primo Carnera en la Italia de Mussolini, cuando en plazas romanas como la Navona se juntaban decenas de miles de personas para ver pelear a esa mole más parecida a un ogro de barraca de feria que a un púgil natural.

A Miguel Almazor lo envió al Norte Vicente Gil , al mismo tiempo médico de Franco y presidente de la federación de boxeo -creador, entre otras cosas, de la españolidad de Legrá-, que andaba siempre tan a la búsqueda de nuevos talentos que las campas de El Pardo se convirtieron en el lugar al que los boxeadores incipientes iban a correr por la esperanza de ser vistos desde las ventanas del palacio. Gil recibió de Franco el encargo de inventarse un nuevo Paulino Uzcudun, el púgil de Régil que empezó como cortador de troncos, llegó a pelear con Joe Louis y, durante la guerra, formó parte de algunos delirantes planes de Falange para liberar, mediante operación-comando, a José Antonio de su penal alicantino.

El primer forzudo vasco al que Miguel Almazor tentó con una vida nueva y gloriosa en Madrid fue José Antonio Lopetegui , padre, por cierto, del actual seleccionador nacional de fútbol. Éste declinó la oferta porque, sabiamente, prefirió conservar la existencia tal y como ya la tenía armada, sencilla y basada en el mantenimiento de una sidrería. El segundo fue José Manuel Ibar Aspiazu , abocado a entrar en la fama como Urtain, como el «morrosko» y como el Tigre de Cestona , cuyo padre ya había confeccionado su propia reputación cuando murió durante una apuesta tabernaria acerca de cuántos mozos del pueblo era capaz de soportar saltando sobre su abdomen. El nuevo Uzcudun, al que también habría que enseñar a boxear, no era cortador de troncos, sino levantador de piedras.

Una «txapela» en París

El aprendizaje comenzó en el hotel Orly de San Sebastián e incluyó un viaje de combate a París similar al que hizo el propio Uzcudun durante su iniciación. Una imagen de Urtain por París, tocado con una inmensa «txapela», contribuyó a fomentar una curiosidad popular que más tarde derivaría en un fervor de masas que en aquella España sólo encontraba comparación con el que inspiraban ciertos toreros del tremendismo. Relaño ha contado que el récord de ventas del diario As propiciado por la pelea contra Peter Weiland por el campeonato de Europa permaneció imbatido hasta la noche del 12-1 a Malta.

Antes de llegar a ese combate, Urtain hizo fama con numerosas peleas más o menos amañadas en las que fogueó un estilo brutal y corajudo, carente por completo de técnica y sutilezas, pero abrochado por una pegada descomunal que le permitió zafar a menudo a pesar del castigo infligido por peleadores mejores. Eso fue lo que le ocurrió contra Weiland, al que cazó con un «nocaut» trepidante después de haber absorbido golpes como para llenar por entero ese «saco» que, según Jero García, determina la capacidad de aguante con la que cada púgil empieza su carrera: «Cuando un último golpe te llena el saco, todos los siguientes te derriban. Ahí es cuando estás acabado». Dos veces campeón de Europa, dos veces perdedor en defensas y aspiraciones, Urtain tuvo incluso el honor de pelear con el gran Henry Cooper, futuro «sir» de la reina que llenó Wembley para su combate con Mohamed Alí, y donde éste sufrió uno de los escasos derribos de su carrera.

En lo personal, Urtain fue un cliché del «juguete roto» que todo lo tuvo y todo lo perdió. Dinero, fama, la atracción de las mujeres. Hasta había platos de cocina dura, bombas de colesterol, que eran bautizados con su nombre para convertirlos en un desafío. Todo se lo pulió, todo lo fatigó. Este cronista tuvo la oportunidad de verlo, algunos meses antes de su muerte, cuando ejercía de relaciones públicas en un asador de la calle Fermín Caballero, «Urtain», que había sido suyo y en el cual lo mantuvo el nuevo propietario para que le hiciera de Jake La Motta sin esmoquin. Cuando veía que un cliente se marchaba, Urtain se levantaba con cierto esfuerzo de una mesa y se despedía de él personalmente. Al volver un mediodía del cuartel durante la mili, encontré, en esa misma calle, personas que hablaban del suicidio del boxeador (a los 49 años) cuando aún era visible el charco de sangre. Un rumor dijo que se tiró al ir a encender la luz y comprobar que se la habían cortado.

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