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«Pinocchio» en el Festival d’Aix-en-Provence: La emoción del cuento

La obra es ante todo una historia con connotaciones sombrías y lúgubres que Joël Pommerat, buen colaborador de Boesmans, reconstruye escénicamente desde una oscuridad no exenta de aflicción

«Pinocchio» Festival d’Aix-en-Provence

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

A Bernard Foccroulle, director del Festival d'Aix-en-Provence , le gusta contar historias y hacerlo con ritmo pausado, matizando las palabras, proponiendo argumentos que, al escucharlos, suenan evidentes. Acaba de revelar los que darán forma a la temporada 2018 resumidos en muchas actividades y las óperas «Ariadne auf Naxos», «El ángel de fuego», «La flauta mágica», «Dido y Eneas» y «Orfeo & Majnun». Entre los directores musicales y de escena estarán Pichon, Luks, McBurney, Huguet y Ondréj Adámek, también autor de «Seven Stones», una nueva obra de encargo sobre libreto del poeta islandés Sjón.

Una vez más, la ópera actual se consolida como apuesta innegociable en un festival que incluye un mínimo de un título por temporada. En 2005 se vio «Julie» de Philippe Boesmans , fundamentalmente conocido en nuestro entorno por aquella «Poppea e Nerone», orquestación de «L'incoronazione» monteverdiana, estrenada en el Teatro Real de Madrid hará cinco años. Vuelve ahora a Aix-en-Provence para estrenar «Pinocchio», ópera compuesta sobre un libreto de Joël Pommerat basado en el cuento de Carlo Collodi y realizada en coproducción con La Monnaie, Dijon y Bordeaux. En la raíz de la obra están las ideas de Foccroulle sobre la razón de ser de los nuevos textos y su convicción de que la creación operística contemporánea es un trabajo colectivo.

La solvencia técnica que Boesmans demuestra en «Pinocchio» es apabullante. Más aún su elocuencia.

Se explica así ahí la coherencia del resultado y, sobre todo, la sólida emoción que emana. Algo que el propio Boesmans materializa en una música desprejuiciada que toma la legibilidad como primera preocupación. La claridad del resultado obliga a señalar que la identidad entre texto y música parte de razones evidentes y ya advertidas por el autor, como pueda ser asociar la tristeza a una atmósfera tonal en modo menor, describir la pasión a través del cromatismo, o buscar el guiño en músicas previas, ya sea una marcha de naturaleza militar, la música tradicional árabe o la cita de una célebre aria de Ambroise Thomas. En definitiva, no negarse a ningún procedimiento (por sencillo o sofisticado que sea técnicamente) mientras pueda sugerir un detalle narrativo. La solvencia técnica que Boesmans demuestra en «Pinocchio» es apabullante. Más aún su elocuencia.

A los 81 años, tras andar un largo camino desde la militancia vanguardista a la fe en un arte sensatamente humano, Boesmans solo aspira a sincerarse a través del conocimiento y la sabiduría. Aquí ha contado con la complicidad de diecinueve instrumentistas más seis para el escenario del Klangforum Wien, además del director Emilio Pomarico, capaces de un virtuosismo contagioso. Media docena de cantantes intercambian papeles y, según acostumbra Boesmans, adoptan posiciones en registros arquetípicos: por ejemplo, la soprano coloratura es el hada y Marie-Eve Munger raya lo estratosférico del registro con encomiable limpieza; Chloé Briot, en posición de soprano lírica travestida es la marioneta, clara, justa y benevolente; y el barítono Stéphane Degout es director de la compañía y narrador (¿qué cuento no lo tiene?), entre otros papeles, resultando un estupendo maestro de ceremonias.

«Pinocchio» se anuncia como ópera para todas las edades y así lo parece a tenor del entusiasmo con el que la están recibiendo los muchos pequeños (los ojos como platos) y otros tantos mayores que acuden a verla. Pero «Pinocchio» es ante todo una historia con connotaciones sombrías y lúgubres que Joël Pommerat, buen colaborador de Boesmans, reconstruye escénicamente desde una oscuridad no exenta de aflicción. En su trabajo se adivina la gestualidad francesa de un teatro de apariencia rudimentaria, ingeniosa maquinaria, mágicas apariciones y remembranza ambulante. En total son veintitrés escenas, de una imaginación cautivadora, entregadas a la aventura, al ensayo, también a la crueldad de asesinato y siempre a la entrañable complicidad. Pommerat ha querido explicar que el sufrimiento es un tema importante en el teatro. Aquí se hace evidente. También que su trabajo y el de los demás encaja como si de un rompecabezas se tratase. Por eso, todos juntos, convierten a «Pinocchio» en la verdad sobre un niño que es fundamentalmente bueno.

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