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crítica de teatro

«El minuto del payaso»: carta a papá clown

Luis Bermejo interpreta en la sala Margarita Xirgu del Teatro Español el monólogo de José Ramón Fernández

«El minuto del payaso»: carta a papá clown teatro español

juan ignacio garcía garzón

Este extraordinario monólogo podría entenderse como una carta al padre por el rencor larvado que exuda, también como una reflexión sobre el arte como lenitivo de las miserias de la vida y justificación de esta, como un manifiesto de amor al circo, como una constatación de que estamos hechos de la misma materia que los sueños o como una diatriba contra la estulticia rampante y el desinterés ignorante de quienes no deberían permitírselo. Es un trabajo vibrante de hondo y largo aliento que hace guiños a la metateatralidad y consigue la participación entusiasta de un público cautivado por la perorata del payaso que espera el comienzo de su actuación en un festival circense –«¡un charivari de los de toda la vida!», clama– mientras se viste en el destartalado foso del local y recuerda momentos de su vida.

Dos personajes están presentes aunque no se les vea: el padre, miembro de una estirpe de carablancas que espera que su hijo continúe con la tradición, aunque este preferiría ser Simbad el de los elefantes , y el chino de Burgos, fuente de anécdotas y enciclopedia viva del universo circense. Uno es el destinatario del alegato enquistado y el otro, la referencia de una realidad bulliciosa de la que surgen nombres como los de Zampabollos , los Raluy, Charlie Rivel, Grock y otras luminarias del circo, incluido Pepe Viyuela , formidable payaso caralimpia.

«Yo solo sé comerme una flor y tirarme un pedo», explica Amaro Junior , que es como se anuncia este hombre cansado que encontró su vocación como augusto recibiendo las bofetadas –«es preferible sufrir una injusticia que cometerla», rememora a Sócrates – y pregunta a los espectadores: «¿Cuánto os dura la risa?»

Vestido con las galas artísticas de su personaje, Luis Bermejo se da un aire al Baudelaire empapado de malditismo, y con la narizota roja calada parece un W. C. Fields pasado por una clínica de adelgazamiento. Formidable trabajo de voz, de gesto, de cuerpo, el de este actor que conduce al respetable a la carcajada para luego parar en seco, entregarse a la confidencia y, en un nuevo giro vertiginoso, chasquear a quienes le miran sobrecogidos. En su controlado histrionismo se perciben los ecos engatusadores de ese gran bululú que es El Brujo y también la socarronería sardónica del mejor Gurruchaga , referencias que asume y proyecta de forma personalísima. Fernando Soto resuelve este endiablado carrusel de emociones con mano maestra, marcando tiempos y transiciones ayudado por la iluminación subjetiva de Eduardo Vizuete y el bien pensado espacio escénico de Mónica Boromello .

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