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crítica de teatro

«La pechuga de la sardina», de Lauro Olmo: sainete social

Manuel Canseco dirige en el teatro Valle-Inclán el texto de uno de los autores fundamentales del teatro español del siglo XX

«La pechuga de la sardina», de Lauro Olmo: sainete social marcosgpunto

juan ignacio garcía garzón

Mucho ha cambiado España desde el estreno de «La pechuga de la sardina» en 1963, aunque persistan odiosos tics machistas y permanezcan latentes en el fondo de la conciencia colectiva algunas garrapatas morales tridentinas. Resulta oportuna, por estos y más motivos, la recuperación de Lauro Olmo (1922-2014), un autor de brega vinculado al realismo social, pero con más matices de lo que una lectura superficial podría revelar. Superando el retrato castizo de un Madrid de hace medio siglo y lo que José Monléón calificó de denuncia cordial –su voluntad de crítica coyuntural a determinadas situaciones y concepciones, como la percepción culpable de la sexualidad femenina–, hay en esta tragicomedia una interesante meditación sobre el paso del tiempo, un planteamiento estoico de la lucha por la vida y un canto a la supervivencia pese a las ilusiones hechas pedazos.

La obra tiene un aire de época que hoy puede resultarnos antiguo, pero acierta el director, Manuel Canseco, cuando habla de «un Chéjov madrileño» porque, por debajo de lo que pasa y se dice en la casa de huéspedes donde se desarrolla la acción, fluye el sordo malestar de una sociedad cansada y anquilosada que se asfixia. «La pechuga de la sardina» es una obra en femenino plural –los hombres son jirones de machismo arquetípico– deudora tanto de la atmósfera opresiva lorquiana de «La casa de Bernarda Alba» como de la estructura coral de «Historia de una escalera», de Buero. Un microcosmos definido por un lenguaje popular literario que, mirándose en el antecedente de Arniches, tiene relámpagos valleinclanescos y es una de las características de la poética de Olmo.

En el primer volumen de las obras completas del dramaturgo, Julio Huélamo Kosma destaca que «sardina» es disfemismo del sexo femenino y, en un sentido más amplio, alude a la mujer. Seis mujeres habitan en la pensión, en torno a la que pasean, en contraposición simbólica, prostitutas y beatas. Canseco maneja bien tanto los microdramas particulares como el empaque colectivo del montaje en una puesta en escena que, con la temperatura costumbrista justa, resalta ese pulso chejoviano. Las copiosas acotaciones escenográficas han sido traducidas por Paloma Canseco en un espacio atiborrado de muebles en torno al que se distribuyen los espectadores, y que, aun siendo fiel a lo marcado, resulta acumulativo. Muy bien engarzadas en el ímpetu coral todas las interpretaciones, con nota para los personajes a los que Olmo dotó de mayor viveza popular: Juana, la dueña de la pensión, servida con gracia plena de desesperanzada sensatez por María Garralón, y la criadita respondona de Nuria Herrero, amén del marido borrachuzo bordado por Juan Carlos Talavera.

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