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Ángel Corella: «Aposté todo a mi compañía y se me ha echado a patadas»

El artista madrileño, una de las estrellas del mundo de la danza, se retira tras más de dos décadas de carrera. Será el próximo 4 de enero en los teatros del Canal

Ángel Corella: «Aposté todo a mi compañía y se me ha echado a patadas» ÁNGEL DE ANTONIO

JULIO BRAVO

Ha tirado la toalla. Después de casi siete años tratando de sacar adelante el proyecto de su compañía, primero en La Granja (Segovia) y después en Barcelona, admite la derrota. El combate, dice, ha sido tan duro que le ha restado fuerzas incluso para bailar, y el próximo 4 de enero, en los teatros del Canal, Ángel Corella, que el año que viene cumplirá cuarenta años, colgará las zapatillas . «En estas funciones –reconoce– estoy disfrutando otra vez, estoy recordando por qué quise dedicarme a la danza». Pero no hay vuelta atrás; la decisión está tomada.

Al día siguiente viajará a Barcelona para recoger las últimas cosas y cerrar la casa, y volará hasta Filadelfia para comenzar su trabajo como director artístico en el Pennsylvania Ballet . Detrás quedan más de dos décadas de carrera, primero como bailarín del Ballet de Víctor Ullate, su maestro, y después en Nueva York, en el American Ballet Theatre (ABT), donde durante casi veinte años ha sido una de sus principales estrellas. Si echa la vista atrás, «no puedo más que sentirme orgulloso y satisfecho. He bailado todos los grandes ballets, he trabajado con los mejores coreógrafos, he actuado con las más grandes compañías, y he conocido a gente extraordinaria».

–¿Cuándo tomó la decisión de poner el punto final?

–Al poco de trasladarnos a Barcelona vi que todas las promesas que se nos habían hecho se iban desvaneciendo, y que todo empezaba a ser una pesadilla. Lo más frustrante era que nadie nos daba una respuesta, ni positiva ni negativa; todo eran vaguedades. Y ya empecé a pensar en cerrar la compañía y que era un empeño imposible. Hacer una compañía de danza clásica en España es una locura, porque la danza no es que sea el patito feo, es que es el patito inexistente. No es solo una crisis económica, es sobre todo una crisis de valores: los políticos no le dan importancia a la cultura, cuando es una de las grandes riquezas de nuestro país. España, siempre lo he dicho, necesita una compañía de danza clásica…

–¿Le ha decepcionado mucha gente?

–Sobre todo los políticos, pero eso es la regla general. Mis amigos y el público no me han decepcionado, siempre se has entregado y he sentido su cariño. Y lo sigo sintiendo.

–¿Pero no cree de todos modos que hay individualismo y desunión entre las figuras de la danza española, que cada uno tira por su lado, en lugar de buscar empujar en la misma dirección?

–En algún momento el mundo del ballet ha parecido una manada de buitres detrás de la carroña, es cierto. Yo nunca he querido entrar en ese juego, aunque algunos me han querido meter. Yo no fui de boquilla, sino que actué. Hice una gran apuesta; no solo económica, sino de tiempo y de salud también. Lo di todo y creé una compañía. Todo lo que había ganado en veinte años en Estados Unidos lo metí en ella y aposté al cien por cien; pero ha sido todo un despropósito e incluso he llegado a sentir vergüenza… Estuve veinte años en el ABT, volví para ofrecer mi experiencia, lo que había aprendido y todo lo que había ganado, y se me ha echado a patadas. Pero bueno… eso ya es agua pasada. Ya lo he superado. Y quiero aprovechar lo mucho que he aprendido sobre el mundo de la danza y sobre el ser humano.

–¿Este desencanto ha precipitado su decisión de dejar de bailar?

–Sí y no. Precipitó el dejar el ABT, porque me fui con solo treinta y seis años; algo que no les sentó bien a sus responsables. Pero yo quería dedicar toda la energías y todo el tiempo a mi compañía, y tomé la decisión de dejarlo porque creí en todas las falsas promesas que nos hicieron en Barcelona; entre ellas, la de convertirnos en la compañía residente del Teatro del Liceo. Ahora me retiro, en primer lugar, porque me marcho de director artístico a Filadelfia y no tengo la necesidad de seguir en el escenario; pero también porque me han machacado emocionalmente. He llegado no a aborrecer la danza, pero sí a considerarla una pesadilla. Tenía que bailar y al mismo tiempo tener que ocuparme de muchas otras cosas… Estaba ensayando «El lago de los cisnes» y dentro, entre cajas, me tenía que poner los cascos para corregir las luces, porque tenía que hacer de todo... Era un estrés insoportable que me ha hecho mucho daño a la salud. A mí y a mis padres, que junto a mi hermana han luchado tanto o más que yo por este proyecto. En estos últimos años les he visto envejecer más de lo que hubieran debido. Por eso estos últimos espectáculos los he querido hacer para divertirme, para quitarme el mal sabor de boca y poder decir: adoro bailar y adoro subirme al escenario sin más preocupaciones. He vuelto a recordar la razón por la que quise ser bailarín, y estirarlo más sería tal vez volver a sufrir. No quiero que subirme al escenario sea doloroso, ni para mí ni para el público. La danza ha sido para mí mi forma de expresarme; hablo mucho, pero a través del baile me muestro tal y como soy. Es una forma de liberación, una especie de droga, y por eso hay gente a la que no hay manera de sacarla del escenario, porque es como si te faltara una parte. Hay que saber canalizarlo por otra parte, y yo he aprendido a hacerlo a través de los demás. Disfruto mucho compartiendo con ellos mis conocimientos y mi experiencia.

–Quizás en Filadelfia se vuelva a animar…

–No, no creo. Siempre he sido un bailarín técnico, con giro, salto… Y ese tipo de baile requiere un excelente estado físico. Necesitaría estar tomando clase todos los días, ensayando cuatro o cinco horas diarias… Y tengo ya casi cuarenta años. Por otra parte, tampoco lo necesito; he bailado muchísimo, y he hecho más de lo que nunca hubiera pensado o soñado. Gracias a Dios, no dejo nada pendiente al retirarme.

–¿Era un niño soñador?

–En realidad no, porque siempre he pensado que si sueñas despierto, te puedes perder muchas realidades. Siempre he tenido los pies en la tierra; he trabajado por hacer lo que me gusta, pero atento siempre a las otras salidas. Saber tomar decisiones es importante. Por ejemplo, cerrar la compañía: me podía haber empecinado en continuar –y creo que he estirado la situación un poco más de lo necesario–, pero he sabido, creo, tomar otra salida. La vida es un continuo aprendizaje.

–¿Ha llegado a salir alguna vez al escenario sin ganas?

–Sí –dice con la voz avergonzada–. Me siento muy mal al decirlo, pero sí. No con desgana, pero sí sin entusiasmo. Y cuando he salido se me ha pasado inmediatamente. Pero el estrés, las preocupaciones, quitan las ganas de todo. Yo me metí solo en ese lío y no le puedo echar la culpa a nadie de lo que ha sucedido.

–¿El físico le ha respetado? ¿Ha tenido que hacer muchos sacrificios?

–Y los sigo haciendo… (sonríe) Si viera lo que como últimamente, se asustaría. Como muy, muy poco, porque el cuerpo se había acostumbrado a quemar calorías con un trabajo de siete u ocho horas diarias muy duro, y ahora apenas trabajo tres o cuatro horas. Tampoco tengo ya, ni puedo, el físico de los veinte años. Siempre he tenido mucha musculatura, que me ha permitido tener potencia en el salto, y me ha ayudado a no tener problemas de rodilla. Nunca me han operado de la rodilla; solo he tenido una rotura de los tendones del pie por una caída en el Metropolitan cuando tenía veinte años. He tenido mucha suerte; jamás he tenido que cancelar por lesiones.

–Pero al hacer balance, pesará más lo positivo que lo negativo.

–¡Claro…! He tenido momentos maravillosos: he ido a Barrio Sésamo, que es algo que me hizo una gran ilusión; he bailado para tres presidentes de Estados Unidos –nunca para uno español, ni siquiera para un ministro de Cultura; a Wert ni le conozco–… He bailado en la Scala, en el Covent Garden, ¡«El lago de los cisnes» en el Kirov!, donde su prototipo de bailarín no tiene nada que ver conmigo. Han venido a mi camerino cantantes, actores de Hollywood a los que admiro, para decirme lo mucho que les gusta verme bailar… O Hillary Clinton, que me dijo que venía con su hija a menudo a verme bailar al Metropolitan, y que a las dos les entristecía mucho que me marchara… Es lo más gratificante de la profesión, y a veces no nos damos cuenta del impacto que tenemos sobre las vidas de los demás. El arte está más valorado de lo que nosotros pensamos. Y los políticos deberían tenerlo en cuenta.

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