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The Rolling Stones, alto voltaje en Barcelona

Los británicos exhiben leyenda en el Estadio Olímpico y se dan un nuevo baño de masas en la única parada española de la gira «No Filter»

Mike Jagger, líder de la banda británica, durante su actuación en Barcelona INÉS BAUCELLS/ Vídeo: ATLAS
David Morán

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Es relativamente fácil echarse unas cuantas risas a cuenta de su capacidad para seguir procreando a una edad a la que la petanca es para muchos un deporte de riesgo, volver a fijarse en sus rostros marmóreos y buscar las siete diferencias con una gárgola gótica o, ya puestos, recordar una vez más que hace mucho, demasiado ya, que no firman una obra de entidad capaz de renovar a fondo el armario ropero de los sesenta y los setenta.

Es fácil, en fin, reducir a The Rolling Stones , sus septuagenarias e insaciables majestades, a una caricatura más o menos apañada y reforzada por su pronta transformación en implacable apisonadora comercial, pero de poco sirve la broma cuando de lo que se trata es de explicar que, aún hoy, los británicos son capaces de armar un jaleo de impresión cada vez que ponen un pie en la carretera. A saber: entradas agotadas desde hace semanas, atasco monumental para acceder al Estadio Olímpico y protestas inexistentes ante unas medidas de seguridad cada vez más extremas que obligaban a pasar por cuatro controles diferentes y a dejar cualquier cosa que abultase más que un monedero en las consignas exteriores.

Diez años después

Noche redonda, pues, para enmarcar el regreso de Jagger, Richards, Watts y Wood a la ciudad y entregarse de nuevo a ese culto que, visto lo visto entre el público, no entiende de diques generacionales y se transmite sin demasiados problemas de padres a hijos y de abuelos a nietos. Los años, claro, pasan y también pesan pero, a estas alturas, habiendo grabado todo lo humanamente grabable y con la lista de efemérides y conmemoraciones a punto de agotarse, si los británicos siguen en la carretera es, sencillamente, porque quieren. Y, más importante aún, porque pueden. Para demostrar que les basta con aparcar sus coches a pie de escenario –cada uno el suyo, eso sí–, hacerse de rogar durante quince minutos y prenderle fuego al escenario mientras descorchan «Sympathy For The Devil» para que cerca de 50.000 personas se derritan entre coros vudú, fogonazos de rojo infernal y cicatrices eléctricas dibujadas aquí y allá por ese Keith Richards que siempre parece habitar en otro lugar, en otro concierto.

Porque, una década después de su última visita –«parece mentira que hayan pasado diez años», dijo Jagger al poco de salir al escenario–, ellos siguen siendo los mismos. Los de siempre. Los cuatro canallas que siguen buceando en la fuente de la eterna juventud y andan entregados desde hace ya unas cuantas décadas al noble arte de darle al público exactamente lo que quiere. Sin complejos. Así que si la gente exige leyenda y arsenal de clásicos para seguir alimentando el mito, nada mejor que rescatar por millonésima vez «It’s Only Rock And Roll (But I Like It)» y arrimarse al soul ajado de la espléndida «Tumbling Dice» mientras cuatro pantallas de tamaño descomunal no perdían detalle del desfile de levitas, chaquetas con lentejuelas y guitarras cambiando constantemente de manos.

Fieles a su leyenda y también a su incorregible afición por seguir sonando atropellados y chirriantes a pesar del envoltorio de superproducción que les acompaña allá donde vayan, los británicos hundieron los brazos en el barro para rescatar «Just Your Fool» y «Ride’ Em On Down», ejemplares de blues calcinado y punzante recién salidos de «Blues & Lonesome». Dos guiños a Buddy Johnson y Jimmy Reed que no hicieron más que reforzar el perfil historicista y antológico de una noche de antigüedades y reliquias que sólo se desvió del guión previsto para atender a las peticiones del público con «Under My Thumb» y «Rocks Off».

Felicidad a las cuerdas

A partir de ahí todo fue rodado, y mientras Mick Jagger se reivindicaba una vez más como el setentón más en forma del planeta pavoneándose por la pasarela y marcándose alguna que otra carrera, Richards pellizcaba las cuerdas y añadía arañazos cubistas a los lienzos de «You Can’t Always Get What You Want», «Paint It Black» y «Honky Tonk Woman». Un arsenal de grandes éxitos que dejó al público más que satisfecho y tras el que la voz de cazalla del guitarrista tomó el protagonismo en una explosiva y eufórica «Happy» y en ese remanso de melancolía crispada que es «Slipping Away».

Minutos de descanso para Jagger antes de arrancarse con una nueva sesión gimnástica para recordar aquel coqueto con la música disco que fue «Miss You», servida anoche entre musculosas exhibiciones del bajista Darryl Jones y generosas inyecciones de saxo. Un extenso y algo extenuante prólogo de lo que estaba por venir. Esto es: la barra libre de rhythm'n'blues pendenciero y desbocado que se esconde detrás «Midnight Rambler», el riff peleón y trotón sobre el que cabalga «Street Fighting Man», el estribillo inflamado de «Start Me Up», la despendolada «Brown Sugar» –esos vientos–... Un buen puñado de himnos servidos del tirón que, por más que no coticen al alza a la hora de iluminar su presente, sí que siguen funcionando como indestructibles pilares de carga de su leyenda.

Lo mismo podría decirse, claro, de la pirotécnica «Jumpin’ Jack Flash», última parada antes de echar el resto y coronarse a sí mismos otra vez con una tanda de bises de altura: «Gimme Shelter» para entrar en calor y desatar un par de huracanes con ayuda de la corista y la inevitable «(ICan’t Get No) Satisfaction» para cerrar a cal y canto dos horas de historia y rock and roll . Alto voltaje para seguir dándole largas a la jubilación.

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