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Crítica de ópera

«Madama Butterfly»: vigilancia masiva

La temporada operística madrileña apunta a su final proclamando la apoteosis del mirón con la obra de Puccini

Una escena de la ópera «Madama Butterfly», estrenada en el Teatro Real EFE

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Un cálculo aproximado señala que unos 3.500 ojos (dos por persona) observarán la tragedia de Butterfly en cada representación del Teatro Real . Muchos, muchísimos más la habrán visto cuando concluyan las dieciséis funciones previstas, la transmisión televisiva, la más popular en la Plaza de Oriente y en otras pantallas repartidas por toda España, así como la emisión a través de Palco Digital y Facebook . Por decirlo sin rodeos: la temporada operística madrileña apunta a su final proclamando la apoteosis del mirón.

La intención ya era evidente cuando, en 2002, el director teatral Mario Gas diseñó la producción con escenografía y figuración de los veteranos Ezio Frigerio y Franca Squarciapino. En ella, «Madama Butterfly» se mantiene fiel a los hábitos cotidianos, los conformismos y los sentimientos a flor de piel, tal y como se describen en el espacio pequeño, oriental y poético donde vive Cio-Cio-San. Pero importa la multiplicación producida por las cámaras que desde en el propio escenario transmiten en tiempo real cuanto allí sucede. En verdad, Mario Gas lo hace con elegancia, haciendo creer que se filma una película y que todo se contiene en un gran plató, de manera que el espectador, sin recato ninguno, observa simultáneamente la realidad escénica y su truco (que en verdad es pura ficción) y, al tiempo, el resultado cinematográfico (que es la realidad inventada). Ni el gran hermano televisivo ha llegado nunca tan lejos.

Se entiende que con todo ello hay un efecto amplificador de la tragedia , ya de por sí conmovedora, proporcionando muy distintos niveles de lectura. Si el teatro mantiene la ilusión (que hace incluso mucha falta para creer que el hijo de la protagonista tiene los tres años que se dicen), el cine acorta la distancia provocando que el gesto se haga claramente explícito. En consecuencia, la joven Butterfly adquiere una madurez muy particular que la soprano Ermonela Jaho reconstruye vocalmente desde un registro grave de poca consistencia doblegado por una interpretación con encanto, filados interesantes, y una lectura cargada de determinación. El dúo con Pinkerton , acabando el primer acto, tuvo anoche una especial emotividad. La obra todavía se desenvuelve en el espacio de la extraversión y, si alguna virtud tiene Jorge de León y su ruda construcción del personaje, es la fortaleza del agudo.

Sentido narrativo

En ausencia de mayores sutilezas, Enkelejda Shkosa asumió el papel de Suzuki con una línea de canto de extraña continuidad, incluyendo arrojo en los momentos culminantes y un buen crecimiento. En paralelo la presencia escénica de Ángel Ódena apenas logra borrar la aspereza con la afronta la autoridad del cónsul americano Sharpless. A todos ellos acompañará en las próximas representaciones un segundo y hasta un tercer reparto. Y siempre estará el maestro Marco Armiliato quien ayer incidió en una propuesta dominada por el sentido narrativo antes que por el cuidado del efecto, por la naturalidad de una sonoridad construida con demasiada desenvoltura y desparpajo, y menos por la intención de envolver la obra con una resonancia tímbricamente refinada. Costó encontrar la cohesión de la orquesta y un volumen proporcionado.

De alguna forma, en el arranque asomó un cierto caos. Inevitable pues todo es bullicio antes de empezar la representación: el de los espectadores que se sientan y el de varios operarios que simulan trabajar en el montaje del escenario. A todo ello se unió el jolgorio popular, la fama y el famoseo congregado en el Teatro Real al cobijo de un título «inevitable». Una buena cantidad de cámaras registró su presencia. A un lado y al otro, todo el mundo observaba.

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