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Crítica de música clásica

La ilusión del réquiem

La presencia estos días en la Quincena Musical donostiarra con dos programas de muy distinta configuración implica asomarse a España tras alguna actuación esporádica

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Director musical de la Orquesta Filarmónica de Luxemburgo desde 2015, con contrato hasta el 22, Gustavo Gimeno (Valencia, 1976) trabaja en el Gran Ducado sin olvidar Houston, Rotterdam, Dallas, Toronto o la Sinfónica de Viena. La carrera avanza rápido (e imparable) mientras todavía está muy vivo el recuerdo de sus mentores Mariss Jansons y Claudio Abbado . La presencia estos días en la Quincena Musical donostiarra con dos programas de muy distinta configuración implica asomarse a España tras alguna actuación esporádica incluyendo el debut operístico en el Palau de Arts valenciano.

Al observar la personalidad musical de Gimeno sigue presente el recuerdo de aquella «Norma» de hace dos años en la que rigor y rectitud vinieron a poner orden en un escenario dominado por una puesta en escena incómoda. Hay precisión en el gesto y ausencia de elementos decorativos. Verdad musical y apenas espectáculo, a pesar de que en algún momento pueda parecer que sus versiones llevan a una cierto bullicio. Fue así en el primer concierto, demasiado expuesto al exceso de proyección del escenario del Kursaal donostiarra y en el que la Filarmónica de Luxemburgo no siempre disimuló sus carencias. En el arranque, el discurso de Gimeno fue ágil, a veces premioso, tenso, de manera para «Una noche en el monte pelado» sonó malcarada, abierta en el sonido y en exceso efectista .

Pero la seguridad es admirable y la probidad es intachable. Arrebató al público, muy pendiente del aplauso incluso en la cesura de algún movimiento, con un programa de naturaleza rusa en el que hubo dosis de trepidación, ya fuera desestructurando algunos pasajes de la primera sinfonía de Shostakovich o llevando al desenfreno el tercer concierto pianístico de Prokofiev, que el pianista Alexander Gavrylyuk defiende con la contundencia virtuosística de unos dedos muy ágiles y no siempre emotivos. El contraste vino con un obra infrecuente como «El lago encantado» del poco interpretado Liadov cuyas luces, ondulaciones, ninfas y magia implican una superposición de timbres que Gimeno y los luxemburgueses apilaron con disciplinado orden.

Quizá se trató de poca afinidad musical, quizá de una primera actuación poco integrada en el medio medio. La interpretación del «Réquiem» de Verdi en el segundo concierto vino a mostrar una realidad muy distinta. De entrada, por la fantástica coherencia del discurso ante una obra no siempre homogénea. Luego por la fidelidad a la partitura limpia de ademanes postizos. La naturaleza de la versión pudo ser exacta antes que espiritual, de una emoción un punto sólida pese a la fortaleza de los contrastes expresivos, templada en la dramaticidad de los acentos, sin duda proporcionada y siempre interesante. La presencia del Orfeón Donostiarra implicaba acompañarse de voces que tienen la obra muy asumida y con criterio propio.

La mezzo Daniela Barcelona en un día especialmente feliz, decoró el «Lacrimosa» con intensidad. Con la soprano María José Siri, de notable corpulencia dramática, alcanzaron el clímax en el arranque del «Agnus Dei». El tenor Antonio Poli dibujó con solvencia el aspecto más heroico de la partitura y desdibujó medias voces. Riccardo Zanellato quedó cortó en su papel, demasiado insustancial en la intención y no siempre rotundo en el timbre. Y en la base de la interpretación estuvo la orquesta luxemburguesa, atenta y concentrada. Las actuaciones en la Quincena musical donostiarra han venido a explicar que junto a Gimeno tiene mucho que decir. La relación es palmariamente a fluida, afable, musicalmente seria y potencialmente esperanzadora.

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