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Mercedes Monmany

Manea, víctima de una doble y sucesiva tiranía

El jurado del premio FIL, ayer en Guadalajara EFE

Mercedes Monmany

Amargo, incisivo, de una lúcida y caústica ironía que saca a la superficie contradicciones, perversos lazos y coincidencias en el ejercicio despótico del poder de cualquier época, el escritor rumano Norman Manea es uno de los más inapreciables testigos hoy día de lo que fue en tiempos la barbarie «huligánica» –como es el título de su libro más conocido, «El regreso del húligan»- europea.

Excelente analista de la relación de los intelectuales, y artistas en general, en cada momento, con un Poder con mayúsculas durante las dictaduras o, en fases de la historia con la libertad amenazada, Manea dedicaría un importante ensayo – «Payasos. El dictador y el artista» - a retratar la figura del artista. Un artista obligado a representar, en la tragicómica escena de los regímenes totalitarios, que acaban siempre igualándose, a derecha e izquierda, el papel del payaso, del bufón, que sufre las acometidas constantes del déspota de cada momento.

Descubierto en Europa por Heinrich Böll, en 1988, tras haber estado en Berlín gracias a una beca, Norman Manea decidió exiliarse y no volver más a su país. En «El regreso del húligan» daría cuenta precisamente de esos dos exilios que tuvo que atravesar a lo largo de su vida. Uno, cuando sólo tenía 5 años y fue deportado por los nazis junto a su familia a un campo de concentración por ser judíos y, otro, durante la dictadura comunista de Ceausescu, a los 50 años, a causa de ser un opositor al régimen. Algo que él definió como un hecho en su vida de diabólica y «simbólica simetría». Y algo que se produjo también, de parecida manera, en el caso del recientemente fallecido Premio Nobel de Literatura, el húngaro Imre Kertész . Unos funestos paralelismos que establecerían de forma criminal, intercambiándose y copiándose sin cesar, los dos grandes totalitarismos, el nazi y el comunista, durante el siglo XX . Sistemas que designaron como indeseables y víctimas a eliminar a una gran cantidad de enemigos políticos, razas e individuos que se convirtieron en parias e inadaptados para la construcción de aquellos sistemas de Partido único.

En magníficos relatos como los reunidos en «El te de Proust» o en «Felicidad obligatoria», en novelas como «El sobre negro» y «La guarida», Manea se convertiría en el más sutil y penetrante observador de un mundo invisible y subterráneo, el atravesado en los negros días de la dictadura rumana, pero también por cualquier dictadura, con sus diferencias y similitudes. Retrataría de forma estremecedora y espléndida las peores pesadillas, la intimidación psicológica, la anulación como personas de las víctimas, así como las maniobras más opacas, indescriptibles, y en ocasiones absurdas, con las que el poder buscaba perpetuarse en esos mundos sin libertad. Un poder que se apoyaba sin cesar en un envilecido clientelismo y un «lenguaje patológico y estratificado», intraducible para los de fuera, construido sobre la base de una densa red de funcionarios arribistas, de informadores y delatores, entrenados para ese tipo de suprarealidades. También de una plúmbea red de «enchufes, mordidas y apaños». Así lo expresaba Manea en su relato «Biografía robot»: «Cada secuencia banal contenía la biografía de toda una época». Es decir, cada secuencia de vida sometida, de vida ausente de libertad, colaboraba a la perpetuación de aquel estado grotesco de paranoia y sospecha generalizada, como igualmente se revela en su magnífico relato «La gabardina». Unas enseñanzas, unas alegorías que, por encima del tiempo, nunca ha dejado de elaborar este gran autor contemporáneo que es Norman Manea como advertencia a tantos abusos, a tantos ataques a la libertad, visibles aún hoy en numerosas partes del mundo.

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Mercedes Monmany es escritora y crítica

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