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James Salter, el héroe anónimo de la literatura anglosajona

El escritor estadounidense, recién sometido a un baipás, falleció a los 90 años en Sag Harbor (Nueva York)

James Salter, el héroe anónimo de la literatura anglosajona GETTY

INÉS MARTÍN RODRIGO

«La vida dura muchos años, pero es temporal». Esa temporalidad, a la que el escritor estadounidense James Salter (1925-2015) hacía referencia en su última entrevista con ABC , define, al fin y al cabo, nuestra condición de humanos. Nos aferramos a un tiempo que no sabemos si tendremos, si se nos agotará sin habernos bebido cada hora como si fuera la última. Salter era muy consciente de ello y, por eso, vivió «quemando los días», como dejó escrito en el título de su autobiografía (Salamandra).

Y fue así hasta que la vida se le agotó, el pasado viernes, cuando sufrió un infarto en Sag Harbor (Nueva York). Había cumplido 90 años el pasado 10 de junio y lo había celebrado junto a su segunda esposa, la también escritora Kay Eldredge. Hace unos meses, Salter fue sometido a un baipás sin mayores complicaciones y, desde entonces, acudía a rehabilitación. Se estaba recuperando bien e, incluso, había recuperado las ganas de escribir. Ningún síntoma hacía suponer que sus planes se truncarían. Pero, como Salter sabía, uno es dueño del argumento de su obra, pero no de su vida.

Un ensayo inédito

Sigrid Kraus, su editora en España, estuvo en Nueva York a finales de mayo. Allí tuvo ocasión de charlar con Amanda «Binky» Urban, la agente del escritor estadounidense. «Me dijo que él ya no se veía capaz de escribir una novela, pero hace poco dio una charla a estudiantes universitarios y el texto era tan bueno que ella le animó a utilizarlo para un libro. Tenía ganas de escribir. Estaba ilusionado». Salter habló a los alumnos de su vocación, de las razones por las que, siendo piloto y estando destinado en Corea, decidió dejarlo todo y convertirse en escritor. «Igual lo publicamos como está, me gustaría hacerlo», confiesa la editora de Salamandra.

Sería, sin lugar a dudas, el perfecto punto final a una obra que ya es un clásico de la narrativa anglosajona. Su condición de héroe anónimo de la literatura (a España llegó gracias a Muchnik y Anik Lapointe, en Grup 62, aunque en los últimos años ha sido recuperado por Salamandra) le permitió escribir con la libertad de no sentirse observado. «Lo que le hace un escritor es que tiene un estilo propio. Es como el trazo de un pintor, sabes que es él. Era inigualable». Era un maestro de los afectos («Juego y distracción»), de los secretos que socavan a las parejas hasta agrietarlas y, finalmente, hacerlas añicos («Años luz»). Tenía la capacidad de cambiar la vida (la ajena, porque la suya siempre la dejó al margen, nunca fue un atormentado) en un solo párrafo (escojan el que quieran de «La última noche»), por mucho que tardara años en escribirlo.

Porque Salter era un autor lento. Tardó más de treinta años en terminar «Todo lo que hay», su última novela, cuyas notas mostró sin pudor, con la ilusión del debutante, cuando recibió a ABC en su casa de Bridgehamton (Nueva York). «Puede que no surja hasta cierto momento de tu vida, pero uno nace con el impulso de escribir, viene contigo», dijo Salter en un momento de la charla. En su caso, ese impulso surgió cumplidos los 30 y tras haber pilotado aviones de combate («The Hunters», su primera novela, está basada en su experiencia en Corea).

De Hollywood a Nabokov

Después, probó suerte en Hollywood, donde dirigió una película y firmó varios guiones, y hasta tuvo ocasión de entrevistar a Nabokov. Se estaba comiendo la vida a intensos bocados. Estaba «quemando los días». Y procuraba que todo quedara por escrito. Porque, como puede leerse en el epígrafe de «Todo lo que hay», «llega un momento en el que te das cuenta de que todo es un sueño, y sólo aquellas cosas preservadas en la escritura tienen alguna posibilidad de ser reales». Salter se aseguró de no cruzar nunca esa fina línea que existe entre la realidad y la ficción. «La muerte de los reyes puede ser recitada, pero no la de un hijo», escribió en sus memorias. Se refería al fallecimiento de su hija Allan, que murió electrocutada en la casa del escritor en Aspen. Fue el propio Salter quien encontró su cuerpo. «No puedo escribir de ello, soy incapaz de usarlo como material narrativo», confesó a este diario.

Fue el único momento, a lo largo de las tres horas de conversación, en el que el autor se sintió incómodo. Torció el gesto y desvió la mirada, buscando consuelo en la luz, que entraba infinita por un gran ventanal. Al poco tiempo, segundos que se hicieron eternos, se rehízo y seguimos charlando. Habló, entonces, de sus referentes: Colette, su mayor inspiración; Hemingway, del que intentó distanciarse; Henry Miller, un «opinador» maravilloso»; Irwin Shaw, al que admiraba; Saul Bellow, al que envidiaba; Isaak Bábel, autor que siempre recomendaba, aunque no fue capaz de que la gente lo leyera; y Lorca, al que definió como «un gran poeta».

Todos ellos con una voz propia, que Salter reconoció encontrar cuando escribió «Juego y distracción»: «Sentí que sabía cómo escribir». Una sinceridad a la que nos tienen poco acostumbrados los popes de la industria editorial, poco dados a mostrar sus pudores en público, y mucho menos en su casa. James Salter no tenía nada que envidiarles y, sin embargo, esa humildad hizo que se distanciara de los grandes nombres de su generación. «No creo que haya una línea divisoria que al cruzarla se alcance la grandeza», confesó en el cuarto en el que nos instalamos aquella mañana, junto a la cocina.

A solas en casa de Salter

Esa naturalidad permitió que la conversación, que discurría entre lo divino y lo literario, sin renunciar a lo terrenal, se interrumpiera cuando su esposa bajó las escaleras. «Tengo que llevarla al autobús. Vuelvo enseguida». Así es: Salter no dudó en dejarme sola en su casa. Un gesto de confianza que sólo se produce en contadas ocasiones. ¿Afortunada? Sobre todo por el hecho de estar hoy contándolo y demostrar que, como advirtió Salter, sólo lo escrito es real.

Al término de la conversación, fue el propio escritor el que me llevó a coger el autobús que debía trasladarme a Nueva York. Esa vitalidad, esa energía, definía todos sus actos. Por eso, quizás, le hacía tanta ilusión que, gracias a la recuperación de sus obras, los lectores jóvenes se hubieran acercado a él. Quién sabe si, de haber dispuesto de un poco más de tiempo, esas generaciones hubieran podido disfrutar de una nueva novela de James Salter. «Estoy listo para empezar de nuevo», confesó antes de despedirme el escritor. Pero la muerte llegó, veloz y apresurada. Como siempre. Una vez más.

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