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Un siglo teniendo más cuento que Calleja

ABC visita la casa del nieto del genial editar, de cuya muerte se cumplen cien años el 7 de julio

Un siglo teniendo más cuento que Calleja isabel permuy

manuel de la fuente

«Niño, tiene más cuento que Calleja ». A quién no le ha recriminado su madre de esta guisa desde hace casi cien años cuando uno tomaba las de Villadiego para esquivar un castigo por sisar en la compra, o para justificar unos cuantos cates en mates o latín. Nadie ha escapado a este dicho durante un siglo, una de las frases más populares y utilizadas del subconsciente emocional y sentimental español. Y quién no ha terminado de acunar a sus niños una de estas noches gélidas de febrero (y antes sí que eran gélidas, cuando nos acostábamos con el verdugo de lana puesto) con un «¡Y fueron felices, y comieron perdices». Pues las dos frases están unidas a un apellido, Calleja, sin el cual la cultura popular tradicional española no habría sido lo que es: una joya, un pozo de saber.

El primero en hacer de estas tres sílabas Ca-lle-ja una mina fue don Saturnino (1853-1915), uno de los personajes más singulares de nuestra historia reciente. A los veintiséis años, Saturnino, mente inusualmente despierta y precoz le compró el negocio de librería a su padre, y ahí empezó todo. Las perdices las sirvió su hijo Rafael que a los seis años ya demostraba que había heredado el talento y el ingenio de su progenitor.

De la misma manera, a buen seguro que muchos de ustedes habrán rellenado ese crucigrama blanco y negro y ese clásico del «¿asaz?: bastante» que ha iluminado la mente de tantas generaciones de españoles. Durante decenios, ese damero de la perspicacia lo firmó el recordado compañero Cova, desaparecido hace unos años, y ahora lo frima Cova-2, su hermano y, a la sazón, nieto del señor Saturnino, Enrique Fernández de Córdoba Calleja. ¡¿Qué apellidos, verdad?!

Pues sí, nuestro compañero en esta Casa es descendiente del singular e invencible soldado, el Gran Capitán, adalid de Isabel la Católica, y su cariñín, para el enfado de Fernando de Aragón, gran rey, pero pelín celosillo, y nieto directo de Don Saturnino Calleja y a buena fe que su leal y tenaz albacea. Don Enrique, a sus casi 78 años, fuma negro en cantidad, para alegría de este plumilla y de Isabel, la reportera gráfica, cuando nos recibe en su recoleta y preciosa casa del norte de Madrid, para enseñarnos, con tanta simpatía como cariño, las joyas de su abuelo, que agavilla desde hace treinta años largos. «Yo sabía que Don Saturnino era un hombre cariñoso, inteligente y razonable –cuenta su nieto-, pero cuando me jubilé (don Enrique es ingeniero industrial) empecé a investigar sobre él y, ¡caramba!, descubrí muchísimas cosas que la mayoría de la gente desconoce. El 7 de julio se cumplen treinta y cinco años de su muerte y quiero que se celebre como es debido». Y en eso estamos, desde ABC, destino natural para el apellido.

Don Saturnino fue editor, pero ítem más, también fue pedagogo, descubridor de ilustradores, periodista (fundó la Ilustración de España y ayudó a don Torcuato Luca de Tena, alma mater de esta Casa, a levantar Blanco y Negro, la publicación más innovadora de su tiempo, desde su fundación, en 1891), filántropo (regalaba libros a las familias sin posibles), revolucionario del mundo de la impresión, inventor en España de los diccionarios, de los crucigramas, siempre fiel a su idea de «enseñar divirtiendo», como resalta Calleja nieto que es, para ustedes lo sepan y no falte detalle, sobrino del inolvidable general Gutiérrez Mellado.

«En aquella España de finales del siglo XIX, sólo uno de cada tres niños y una niña de cada cuatro años sabía leer, y mi abuelo, primero les enseñó, y luego les acostumbró. Pero no sólo eso, siempre estaba pendiente de los más desfavorecidos y publicaba libros sobre cómo se aprendía a criar cabras, caballos, gusanos de seda, recetas de cocina, libros históricos, el Quijote, la Historia Sagrada…» En aquella España, «las escuelas se caían a cachos, los libros eran viejos y los profesores aburridos y Don Saturnino contribuyó muchísmo a arreglarlo», sentencia Enrique Fernández de Córdoba y Calleja (busquen su imprescindible «Saturnino Calleja y su Editorial. Los Cuentos de Calleja y mucho más», Ediciones de la Torre, 2006), en cuya casa hay centenares y centenares de libros de su antecesor.

Don Saturnino hizo una fortuna, fue un empresario rompedor y liberal (la Iglesia no veía muy bien que fomentase tanto el desarrollo social de la mujer), y un pedagogo revolucionario, y ahora Don Enrique ha descubierto que la mayoría de sus cuentos (que no solían estar firmados) los escribió él.

Digamos que unos cuantos organismos públicos tienen más cuento que Calleja, valga la coincidencia, y no acaban de darle a don Saturnino lo que se merece, «una fundación, un museo, que su gigantesca obra la acoja, por ejemplo, la Biblioteca Nacional», sentencia su nieto. Así don Saturnino, don Enrique y todos los españoles seríamos felices y comeríamos perdices.

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