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«La Diosa blanca», la alucinante y alucinada apoteosis lírica de Robert Graves

Se reedita esta obra clave del siglo XX del autor de «Yo, Claudio», traducida por su hijo y avalada en su día por Eliot

«La Diosa blanca», la alucinante y alucinada apoteosis lírica de Robert Graves josé ramón ladra

manuel de la fuente

Corrían los años treinta, malos tiempos para el género humano, pero muy buenos para la lírica, aunque no para aquel brillante poeta de cuarenta y pocos años que estaba en la ruina. Física (aún arrastraba las cicatrices de la metralla del Somme en la guerra de trincheras del 14), mental (ítem de ítem, la metralla también le había zaherido el alma), pero igualmente económica: no tenía un duro. Ni para pagar su casa hipotecada de Mallorca, en la preciosa localidad de Deiá que le había recomendado la escritora Gertrude Stein .

Era un poeta de renombre (o sea, pobre, aunque la crítica le aclamara), amigo de Eliot y de Auden, y perteneciente al grupo llamado Poetas de la Guerra, escabechados precisamente por los obuses y los gases. No tenía un duro, pero tenía talento, y sabía que sólo las palabras le sacarían del atolladero. Se puso a escribir y no le fue mal: escribió «Yo Claudio» (1934) y se forró, más o menos. Luego, «El conde Belisario» y se forró más.

O sea que, con las tripas y el bolsillo llenos y la prole apañada, había que volver a escribir. Pero en serio. Y se lo tomó tan en serio, valga la redundancia, que durante una buena temporada se entregó a la redacción de uno de los libros más importantes, desconcertantes, sorprendentes, alucinados y hermosos del siglo XX: «La Diosa blanca» (Alianza), un tratado inverosímilmente escrito sobre literatura, dioses, héroes, y tumbas, rosas y espinas, nombres y pronombres, el Olimpo y los infiernos, la Luna (la diosa blanca, una de las grandes protagonistas), el Sol (el malo de la película ), la Mujer (la gemela de la diosa), el Hombre (el peor de la película ), los cielos, los mares, una cosmovisión alucinante (en la tercera edición de los 60, recibida clamorosamente en Oxford, en aquellos dylanescos tiempos que estaban cambiando) y alucinada (llena de hongos, no setas, que es lo mismo pero no es igual).

Tiene algo de Blake, algo del Cantar de los Cantares, de Salomón, de Yeats, del Don Juan de Castañeda , de La rama dorada de Frazer, que Eliot se esforzó en editar (casi le lleva a la ruina a él también) y que se convirtió en una Biblia para la poesía anglosajona y nombres como el ya citado Auden, el Nobel irlandés Seamus Heaney , Ted Hughes...

Un libro para poetas

Ya es hora de que presentemos al poeta: Robert Graves (1895-1985), cuyo hijo William ha traducido durante un año, más otro año dedicado al índice (prácticamente tan valioso como el propio libro). Graves hijo comenta que «la traducción es muy importante en un libro de estas características; incluso hubo quien lo tradujo como un poema, pero no es eso, es un libro para poetas, eso sí, y para gente que le interese mucho la cultura». Recuerda que don Robert «lo complicó aposta para que te pierdas» y que toda su vida quiso escribir un libro sobre «cómo piensan los poetas». En cuanto al padre y no al escritor dice su hijo William que «aparte de trabajar, apenas iba a la playa ni al bar», y comenta con cierta ironía: «Bueno, era mi padre... pero si no le seguías la corriente... los genios son egos con patas... y lo tienen que ser».

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