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Locos por las listas

¿Por qué hacemos listas? Para esquivar la muerte, afirma Umberto Eco. Esto que sigue no es una enumeración

Locos por las listas

Carlos abascal peiró

Hacemos listas para evitar la muerte. Lo dice Umberto Eco y lo dice por escrito . La lista es la dolorosa constatación de que, frente al sosiego non-stop de los objetos, nosotros somos finitos, caducamos en algún momento u otro y de ahí que tratemos de reducir cosas que no terminan –una pesadilla de factura Google– a diez, doce, veinticinco epígrafes. Un cronometro lento, un «bálsamo», confesó el pensador italiano al «Spiegel» . Si el asunto se parece a lo que nos cuentan, el anteriormente conocido como miedo a la muerte hoy no pasa de eso, fervor por las listas.

El novelista estadounidense Don Delillo le contó una vez a «The Paris Review» que la lista no deja de ser una forma de histeria cultural. La histeria es historia, eso ya no lo dijo. Pero es cierto, la práctica del recuento lo es todo pero sin duda no un hallazgo reciente. En «El vértigo de las listas», Eco describía cómo la historia del pensamiento madura en torno a la idea del listado; desde las tablas del Sinaí o las constituciones europeas hacia, en línea recta, el senador McCarthy, la delantera futurible del Madrid o la prosaica lista de la compra, la evolución de las ideas se organizaba en fila india y sobre un sucedáneo del papel.

La lista, concluía Eco, funciona como una «llamada al orden», un intento por razonar algún tipo de infinito además de una clave para entender por qué somos lo que somos desde al menos las grutas de Lascaux y el tebeo contable del cazador. La suma de bisontes. Y de tanto a partir de entonces, de modo que redactamos índices, recopilaciones, catálogos, relaciones, inventarios, tablas, anuarios, repertorios, agendas, almanaques. Listas.

Matar el tiempo

Hace poco menos de un año, Mark O’Connell analizaba en el «New Yorker» el auge de la lista como una enésima prolongación de la reciente cultura del fragmento. Aquí reciente hacía referencia a la era internet –del comecocos a Jeff Bezos–, y por tanto a la gran lista de nuestros días, un códice exhaustivo y ramificado a base de fragmentos. De listas. De otra manera, frente a lo que pudiésemos suponer en primer término, leíamos y leemos listas para no leer libros, para no ver películas y para no ir a todos esos restaurantes chinos, a todas esas calas remotas. Las leemos –sugiere O'Connell– para contarlas, para repetirlas y recordar lo mucho que dejaremos de hacer. Las leemos porque llegamos tarde – lo dijo Cañita Brava – a «todas las partes», y se impone el atajo, lo cual convierte a la recopilación y el breviario en la hamburguesa con queso y pepinillos del intelectual html.

Del texto de O’Connell se extraía otra conclusión. Con una lista pensamos de forma diferente o, más drástico, pensamos menos. El motivo desarma por su sencillez, la enumeración derriba la conexión entre los epígrafes y transforma el listado en una sofisticada refutación de aquel texto argumentativo que la LOGSE patentó en una España que pasó de la nocilla a la game boy en lo que dura un tetris. Entonces Tumblr, la madre de todas las listas, sólo era un preadolescente con poca fortuna las noches de los viernes. En aquellas todavía resonaba el diálogo que compuso Nick Hornby en «Alta fidelidad», o cuando un treinteañero torturado recordaba que «los demás tienen opiniones y yo sólo hago listas».

La lista, modo de empleo

Georges Perec , más conocido como aquel escritor francés con aspecto de peinarse con nitroglicerina, fue lo que se dice un believer de las listas. Un listófilo precoz, un listo. Llegó a catalogar las camas donde dormía y sus lectores le recuerdan sentado en un café de la plaza Saint-Sulpice en aquel otoño parisino de 1974 –siempre era otoño en París– anotando todo lo que no veía pero sí miraba. Perec empleó tres días para probar que los escritores no miraban más sino que miraban mejor. La novela se publicó un año después bajo el título de «Tentativa de agotar un lugar parisino».

A Perec le gustaba Sei Shonagon, una Oprah Winfrey de ese Japón del siglo X que, según los historiadores, nombraba prefectos mediante concursos de poesía. En realidad, al autor de «Pensar/clasificar» lo que le tenía muy atento era «El libro de la almohada» , un bizarro diario íntimo donde esta dama de compañía y consejera literaria de la emperatriz anotaba todo aquello que fuese posible catalogar en orden descendente y por escrito. Incluidas listas con nombres tan sugerentes como «Cosas que deben ser breves».

Borges, que se fascinaba por algo sólo si alguien no lo había hecho previamente, tradujo el dietario de Shonagon con ayuda de María Kodama, secretaria y esposa del fascinado, en este orden. Al argentino, un bosquimano de las bibliotecas y un erudito de lo inexplorado (la erudición va de eso, de llegar primero y suelto de A Borges la idea de la lista le parecía tan seductora como un frigopié en agostomarca), la idea de la lista le parecía tan seductora como un frigopié en agosto. La jugada se remató con el «Emporio celestial de conocimientos benévolos», un dietario que partía de una base real para desembocar en algo más divertido que ya no era real y parecía ficción y además era borgiano: una enciclopedia zoológica hallada (inventada) cuyas categorías variaban en función de, por ejemplo, si eran animales fabulosos, si se agitaban como posesos o si acababan de romper un jarrón. Al filósofo galo Michel Foucault le hizo reír el regate y comenzó «Las palabras y las cosas» con la esquizofrenia de las listas. «La cercanía súbita de cosas sin relación, su poder de encantamiento».

Y las listas, encantadas, no se acaban nunca. El canallesco Edward Limonov, soldado poeta –que no al revés– y protagonista del último superventas del francés Emmanuel Carrère , compuso en una de sus diversas estancias en la cárcel «El libro de las aguas», un repaso poético y documentado de todas las aguas –barreños y bañeras, estaciones termales y playas y burbujeantes jacuzzis– en las que se había bañado a lo largo de su biografía. Y Robinson Crusoe listaba pros y contras contra sí mismo, Brueghel el Viejo pintaba repertorios, Fitzgerald desmenuzó los peligros del porvenir sentimental de su hija; y el camp según Susan Sontag fue un listado, las películas de Wes Anderson siempre han funcionado como gabinetes de curiosidades y matar a Bill era la última parada de la lista de Uma Thurman , como aquella otra que abre y cierra la «Gente en sitios» de Juan Cavestany .

Mientras, antes, el empleado Batlerby del tan inolvidable cuento de Melville listaba y copiaba. Copiaba hasta que prefirió no hacerlo y termino muriendo quién sabe si de inactividad. Hacemos listas, cosas que se acaban, para olvidar que nos acabamos. Si es que ya lo decía Eco.

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