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Domingos con historia

La poesía española de la generación del 27

Fueron brillantes poetas del siglo XX, su obra estaba comprometida con su tiempo y renovaron la tradición nacional

La poesía española de la generación del 27 abc

Fernando García de Cortázar

En vísperas de la proclamación de la República distintos intelectuales, que definieron su compromiso literario como ejercicio de realismo social, acusaron a los escritores de los años veinte de esteticismo vacío al servicio de las minorías, de indiferencia ante los problemas políticos. Así hubo de definir Ortega el arte de vanguardia en «La deshumanización del arte». Así lo denunció José Díaz en un ensayo imprescindible para comprender el cambio de talante que coincidió con la crisis de la Monarquía, «El nuevo romanticismo».

Sin embargo, la mala reputación de los criterios estéticos de los años veinte es, a todas luces, excesiva. Los autores del grupo poético más decisivo de nuestra historia literaria contemporánea, la generación del 27 , difícilmente pueden ser calificados de intelectuales aislados de su nación y de su tiempo. No se trataba de personajes para quienes la literatura era un mero juego de palabras hábilmente coordinadas, en lugar de una experiencia lírica completa, una manera de interpretar el mundo y de aprender a vivir en él. En la misma hora en que los entusiastas de la poesía social culpaban a los hombres del 27 de huir de la realidad a través de la literatura, todos estos mostraban que la poesía, más que a un ejercicio de evasión, obedecía al deseo de atestiguar que «vivir es estar a solas con la muerte», como lo sentenció Cernuda en uno de los poemas de «Un río, un amor».

Conocimiento

A diferencia de otros momentos de la historia de la lírica, la experiencia poética se entendió por aquellos escritores más como un modo de conocer que como una forma de comunicar. La poesía servía para ordenar y comprender el mundo y no debía ser utilizada como recurso de propaganda ni como instancia demagógica para fascinar a las masas.

Pero la elección estética de aquellos poetas, indispensables en nuestra cultura, nunca pudo interpretarse como desdén de la experiencia trascendental del hombre, en su patria, en su tiempo, en su esperanza indómita de alcanzar su plenitud. Todas las reticencias ante el sentido último de su poesía, todos los recelos y miedos de que la lírica española pereciera en los pliegues de un virtuosismo inane y descomprometido, parecen olvidar cuál fue la trayectoria seguida por los escritores del 27 cuando España entró en una grave crisis de conciencia.

Nadie pulsó con mayor sensibilidad el sufrimiento de la nación entera ante la Guerra Civil, el destierro o la atroz fractura interior de la posguerra. Y quienes así se expresaron en los años en que España agonizaba, difícilmente podían haber sido, unos pocos años atrás, un grupo de bohemios de alcurnia, indolentes y despreocupados, ajenos a la suerte que estaba corriendo su país.

No era una torre de marfil

No confundamos aquel entusiasmo poético con el autismo social, ni tomemos aquella emoción de vivir la experiencia literaria como la agotadora fabricación de una torre de marfil. Sin aquel esfuerzo por defender la forma lírica y ennoblecer el lenguaje no habría habido experiencia poética española en el resto del siglo XX, porque todo movimiento posterior se alimentó de la prodigiosa lucidez del 27. El patriotismo de estos escritores les empujó a aplicar su talento en poner a España en los primeros puestos del genio literario de su época. No creo que pueda llamarse a esto ejercicio individualista de autocomplacencia. Por el contrario, fue la manera de incorporar su experiencia personal al ritmo de su tiempo, permitiendo que España encontrara en sus palabras la belleza, y la fuerza imaginativa de la voz de un pueblo entero.

En manos de aquellos hombres del 27 el idioma español se capacitó para incluir la tradición en los desafíos de una literatura que avanzaba a gran velocidad. El hecho mismo de que Góngora sirviera para agruparlos puede señalar la lealtad a una cultura nacional. Y, junto a este, se alzó también el genio reiterado de nuestro mayor poeta renacentista -«si Garcilaso volviera, yo sería su escudero»- y la atención a la métrica en que se había expresado la poesía española en tiempos más antiguos.

El romancero

El romancero regresó, depurado, en la altísima expresión de García Lorca , y lo hicieron también las décimas o las silvas en la obra de Guillén o de Cernuda . Pero lo más importante fue que esa recuperación de lo popular nunca degeneró en populismo ni permitió, jamás, la caída de la exigencia literaria o la tramposa confusión entre sencillez y banalidad.

Los padres poéticos de aquella promoción deslumbrante, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez , habían mostrado la necesidad de atender a la labor rigurosa de la literatura rastreando la inspiración en las propias raíces españolas. Estos hombres no precisaron de retórica patriotera ni de inflamaciones de pregón para demostrar su profunda españolidad. Lo hicieron partiendo de una inmensa cultura que les hacía conocedores de nuestra lírica más auténtica, y de una competencia creadora que lo era todo, menos indiferente a su tiempo y a nuestra historia. Lo hicieron ofreciendo su extraordinaria capacidad de asimilación de lo que se escribía en Europa a la tierra en la que la palabra del hombre español tomó forma durante siglos. Solo la firme conciencia de esas raíces les permitió volar tan alto, en su viaje hacia el fondo de la poesía contemporánea.

Solo desde ese patriotismo pudieron ser el fundamento de una materia lírica con afán de universalidad y permanencia. Al igual que su maestro Juan Ramón Jiménez, alzaron su voluntad de belleza echándose «en la tierra, enfrente del infinito campo de Castilla», para poder mostrar al mundo el significado último de su trabajo: el hallazgo de la poesía como «humana fuente bella, árbol universal de hoja perenne, eternidad concreta».

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